Cap als anys vuitanta vaig llegir un conte d'una col·lecció (Cuentacuentos) que havien creat Núria Ventura i Teresa Durán, i el vaig trobar molt original. Amb els anys, i a cop d'anar-lo explicant per les classes, m'ha fet pensar en el simbolisme que a primera volta se m'havia escapat.
L'autor Dino Buzzati va crear -cap a la dècada dels seixanta- un conte revestit d'un misteri espès i asfixiant que aclaparava les il·lusions d'un jove mariner. La contalla parteix d'una situació de pànic col·lectiu que obliga al protagonista a refusar una vida que desitja amb absoluta intensitat.
Només quan arriba a una maduresa complerta decideix prendre una arriscada decisió que l'acosta una mica al seu anhel. El desenllaç revelador i sorprenent millora la història fent-la una petita obra d'art.
Només quan arriba a una maduresa complerta decideix prendre una arriscada decisió que l'acosta una mica al seu anhel. El desenllaç revelador i sorprenent millora la història fent-la una petita obra d'art.
La història pot tenir força lectures per ser comentades i extreure'n ensenyaments, que al cap i a la fi és l'objectiu de tot conte.
El Colombre
Cuando
Esteban Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán de
barco y patrón de un hermoso velero, que se lo llevase consigo a bordo.
«Cuándo sea
mayor —dijo— quiero navegar como tú. Y estaré al mando de barcos aún más hermosos
y grandes que el tuyo.»
«Dios te bendiga, hijo mío», respondió el padre. Y puesto que justamente aquel día aparejaba, se llevó al chico con él.
Hacía un sol espléndido, y el mar estaba tranquilo. Esteban, que nunca había estado a bordo, revoloteaba feliz por la cubierta, admirando las complicadas maniobras de las velas. Y no paraba de preguntar esto y aquello a los marineros, que, sonriendo, le daban todas las explicaciones.
Hacía un sol espléndido, y el mar estaba tranquilo. Esteban, que nunca había estado a bordo, revoloteaba feliz por la cubierta, admirando las complicadas maniobras de las velas. Y no paraba de preguntar esto y aquello a los marineros, que, sonriendo, le daban todas las explicaciones.
Apenas llegó
a popa, el chico se detuvo, curioso, para observar una cosa que sobresalía
intermitentemente del agua, a una distancia de unos doscientos o trescientos
metros sobre la estela del barco.
Aunque el
barco parecía volar, llevado por una magnífica brisa, aquella cosa mantenía
siempre la misma distancia. Y aunque él no entendía de qué se trataba, sí que
percibía algo indefinible, que lo atraía intensamente.
El padre, al
no ver a Esteban por la cubierta después de llamarlo a gritos en vano bajó del
puente y fue a buscarlo.
—Esteban,
¿qué haces aquí plantado? —le preguntó al descubrirlo en la popa, de pie,
mirando las olas.
—Papá, ven a
ver.
El padre vino
y también él miró en la dirección que señalaba el muchacho, pero no consiguió
ver nada.
—Hay una cosa
oscura que sale de vez en cuando de la estela —dijo— y que nos viene siguiendo.
—A pesar de
mis cuarenta años —dijo el padre— creo que todavía tengo buena vista, pero no
veo absolutamente nada.
Pero ya que
el hijo insistía fue a buscar los anteojos y escudriñó la superficie del mar,
siguiendo la estela. Esteban lo vio palidecer.
—¿Qué pasa?
¿Por qué pones esa cara?
— ¡Oh! ¡Ojalá
no te hubiese escuchado! —exclamó el capitán—. Ahora temo por ti. Lo que ves
sobresalir del agua y seguirnos no es una cosa. Es un colombre. Es el pez al
que más temen los marineros en todos los mares del mundo. Se trata de un
tiburón tremendo y misterioso más astuto que el hombre. Por motivos que quizá
nadie sabrá nunca, escoge su víctima, y cuando la ha escogido la sigue durante
años y años, durante toda la vida, hasta que consigue devorarla. Y lo más
extraño es esto: que nadie consigue verlo si no es la propia víctima o las
personas de su familia.
—¿Se trata de
un cuento?
—No. Yo nunca
lo había visto. Pero según las descripciones que he oído tantas veces, lo he
reconocido enseguida. Este hocico de bisonte, esta boca que se abre y se
cierra continuamente, estos dientes terribles. Esteban, no hay duda, mal que
nos pese, el colombre te ha elegido a ti y mientras vayas por el mar no te dará
reposo. Escúchame: ahora nos volvemos rápidamente a tierra, tú desembarcarás y
no te acercarás nunca jamás a la orilla del mar por ningún motivo. Tienes que
prometérmelo. El oficio de marinero no está hecho para ti, hijo mío. Debes
resignarte. Por otro lado, también en tierra se puede hacer fortuna.
Dichas estas
palabras, hizo cambiar la ruta rápidamente, entró en el puerto y, con el
pretexto de un imprevisto malestar, desembarcó al chico. Y volvió a partir sin
él.
Profundamente turbado, el muchacho se quedó en el muelle hasta que el último pico de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del espolón que cerraba el puerto el mar quedó completamente desierto. Pero, afinando la vista, Esteban consiguió ver un puntito negro que afloraba a intervalos por las aguas: «su» colombre que cruzaba lentamente de acá para allá, obstinado en esperarlo.
Profundamente turbado, el muchacho se quedó en el muelle hasta que el último pico de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del espolón que cerraba el puerto el mar quedó completamente desierto. Pero, afinando la vista, Esteban consiguió ver un puntito negro que afloraba a intervalos por las aguas: «su» colombre que cruzaba lentamente de acá para allá, obstinado en esperarlo.
Desde
entonces le quitaron de la cabeza la idea de hacerse marinero. Su padre lo
mandó a estudiar en una ciudad del interior, alejada por centenares de kilómetros.
Y por algún tiempo, distraído por el nuevo ambiente, Esteban no pensó más en
el monstruo marino. No obstante, durante las vacaciones de verano regresó a su
casa, y la primera cosa que hizo apenas tuvo un minuto fue apresurarse a ir a
la punta del muelle para una especie de control, aunque en el fondo lo
considerase superfluo. Al cabo de tanto tiempo, aun admitiendo que toda la
historia contada por su padre fuese cierta, el colombre habría seguramente
renunciado al asedio.
Pero Esteban
se quedó allí, atónito, con el corazón palpitante. A una distancia de
doscientos o trescientos metros del puerto, a mar abierto, el siniestro pez
andaba de acá para allá, lentamente, levantando el hocico de vez en cuando, y
dirigiéndolo hacia tierra como anhelante por ver si Esteban Roi regresaba
finalmente.
Así, la idea
de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se convirtió para
Esteban en una secreta obsesión. E incluso en la ciudad lejana le ocurría que
se despertaba en plena noche con inquietud. Estaba resguardado, sí,
centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Y, sin embargo, sabía que
más allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el
cetáceo lo estaba esperando. Y aunque él se hubiese adentrado en el más remoto
de los continentes, al mismo tiempo el comlobre se habría apostado en las aguas
del mar más cercano, con la inexorable obstinación que tienen los instrumentos
del destino.
Esteban, que
era un muchacho serio y voluntarioso, continuó con éxito sus estudios, y,
apenas fue un hombre, encontró un empleo digno y bien remunerado en un almacén
de aquella ciudad. Por esta época, el padre murió por una enfermedad; su
magnífico velero fue vendido por la viuda y el hijo se encontró en posesión de
una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, los desvaríos, los primeros
amores: Esteban tenía ya su vida hecha, y, no obstante, el pensamiento del
colombre lo asaltaba como un funesto y a la vez fascinante espejismo, y a
medida que pasaba el tiempo, en vez de desvanecerse, parecía más insistente.
Grandes son
las satisfacciones de una vida laboriosa, acompasada y tranquila, pero aún más
grande es la atracción por el abismo.
Esteban tenía apenas veintidós
años cuando después de despedirse de sus amigos de la ciudad y de su empleo,
regresó a su ciudad natal y le comunicó a su madre la firme intención de seguir
el oficio paterno. La mujer, a la cual Esteban no había nunca dicho nada del
misterioso pez, acogió con júbilo su decisión. Que el hijo hubiese abandonado
el mar por la ciudad le había parecido siempre una traición a las tradiciones
familiares.
Y Esteban
empezó a navegar, dando prueba de cualidades marineras, de resistencia a la
fatiga, de espíritu intrépido. Navegaba, navegaba y sobre la estela de su
barco, de noche y de día, con bonanza o con tempestad, seguía el colombre. El
sabía que aquella era su maldición y su condena, pero justamente por esto quizá
no encontraba fuerzas para escabullirse. Y nadie a bordo veía al monstruo
excepto él.
—¿No veis
nada por allí? —preguntaba de vez en cuando a sus compañeros, indicando la
estela.
—No. No vemos
nada de nada. ¿Por qué?
—No sé. Me
parecía...
—¿No habrás
visto un colombre, por casualidad? —decían los otros, riendo y conjurando el
maleficio con los dedos.
—¿Por qué os
reís? ¿Por qué tocáis madera?
—Porque el colombre
es un animal que no perdona. Y si se pusiese a seguir este barco, querría decir
que uno de nosotros está perdido.
Pero Esteban
no aflojaba. La ininterrumpida amenaza que lo perseguía parecía incluso
multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su valentía en los momentos de
lucha o de peligro.
Con la
pequeña cantidad que le dejó su padre apenas se sintió seguro en el oficio.
Compró, junto con un socio, una pequeña goleta de carga, de la que más tarde se
convirtió en único propietario, y, gracias a una serie de afortunadas
expediciones, pudo seguidamente comprar un mercante en serio, llegando a
empresas siempre más ambiciosas. Pero los éxitos y los millones no servían
para quitarle de la mente aquel continuo frenesí; y nunca, por otro lado,
estuvo tentado a vender la nave y a retirarse a tierra para emprender otros
asuntos.
Navegar,
navegar, era su único pensamiento. Apenas, al cabo de largos trayectos, ponía
pie en tierra en cualquier puerto, que ya lo asaltaba la impaciencia de volver
a partir. Sabía que allí fuera estaba el colombre esperándolo, y que el
colombre era sinónimo de ruina. Nada. Un indomable impulso lo arrastraba sin
perdón de uno a otro océano.
Hasta que
súbitamente, Esteban se dio cuenta un día de que se había vuelto viejo, viejísimo,
y nadie a su alrededor sabía explicarse por qué, rico como era, no abandonaba
de una vez la condenada vida marinera. Viejo y amargamente infeliz, porque su
existencia entera había sido despilfarrada en aquella especie de loca fuga a
través de los mares para huir del enemigo. Pero él había considerado siempre
más atractiva la tentación del abismo que las alegrías de una vida serena y
tranquila.
Y una tarde,
mientras su magnífico barco estaba anclado en el puerto donde él había nacido,
se sintió próximo a morir. Entonces llamó al segundo oficial, en el que tenía
gran confianza, y le conminó a no oponerse a lo que iba a hacer. El otro lo
prometió por su honor.
Con esta
seguridad, Esteban explicó la historia del colombre al segundo oficial, que lo
escuchaba sorprendido; del colombre que le había perseguido durante casi cincuenta
años inútilmente.
—Me ha
escoltado de un cabo a otro del mundo —dijo— con una fidelidad que ni tan
siquiera el más noble amigo hubiese podido demostrar. Ahora yo estoy a punto de
morir. También él ahora debe estar terriblemente viejo y cansado. No puedo
traicionarlo. Dicho esto, se despidió, hizo calar un bote a la mar y subió en
él después de haberse hecho entregar un arpón. —Ahora voy a su encuentro
—anunció—. Es justo que no le defraude. Pero lucharé con mis últimas fuerzas.
Con cansados
golpes de remo se alejó de abordo. Oficiales y
marineros lo vieron desaparecer a lo lejos sobre el plácido
mar, envuelto en las sombras de la noche. Había en el
cielo una hoz de luna. No tuvo que cansarse mucho. De repente, el horrible hocico
del colombre emergió del flanco de la barca.
—Aquí me
tienes, finalmente —dijo Esteban—.
Ahora o tú o yo.
Y sacando fuerzas de flaqueza levantó el arpón para atacar.
—Uh —mugió
con voz suplicante el colombre—. ¡Qué largo camino
hasta encontrarte! También yo estoy destrozado por el
cansancio. ¡Cuánto me has hecho nadar! Y tú huías, huías.
Y no has entendido nunca nada.
— ¿Por qué?
—preguntó Esteban, herido en lo vivo.
—Porque yo no
te he perseguido a través del mundo para
devorarte, como pensabas. Del rey del mar había conseguido
sólo el encargo de entregarte esto.
Y el monstruo sacó la lengua, entregando al viejo capitán una pequeña esfera fosforescente.
Y el monstruo sacó la lengua, entregando al viejo capitán una pequeña esfera fosforescente.
Esteban la
cogió en sus manos y miró. Era una perla de tamaño
insospechado. Y reconoció a la famosa Perla de los Mares,
que da al que la posee fortuna, poder, amor y sobre todo
la paz de espíritu. Pero ahora era demasiado tarde.
— ¡Desdichado
de mí! —dijo meneando tristemente
la cabeza—. Todo ha sido un error. He conseguido condenar mi existencia
y he arruinado la tuya.
—Adiós, pobre
hombre —respondió el colombre—. Y se sumergió en las oscuras aguas para
siempre.
Dos meses
después, llevado por la marea, un
bote encalló en una rocosa escollera. Lo vieron algunos pescadores que,
curiosos, se aproximaron. En el bote, todavía sentado,
había un blanco esqueleto, y entre los huesos de los dedos
apretaba una pequeña piedra redonda.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, horroroso a la vista, extremamente raro. Según los mares, y
según las gentes que habitan en sus orillas, es llamado también kolomber,
kahloubra, kalonga, kalu-kalu, cha- lung-gra. Los naturalistas, extrañamente, lo ignoran. Incluso hay alguno que sostiene que no existe.
Traducció de
Teresa Duran. Del llibre «La boteghe del
misterio»,
d'Amoldo Mondadoried.
d'Amoldo Mondadoried.