dimecres, 14 d’octubre del 2015

El Colombre

Cap als anys vuitanta vaig llegir un conte d'una col·lecció (Cuentacuentos) que havien creat Núria Ventura i Teresa Durán, i el vaig trobar molt original. Amb els anys, i a cop d'anar-lo explicant per les classes, m'ha fet pensar en el simbolisme que a primera volta se m'havia escapat.

L'autor Dino Buzzati va crear -cap a la dècada dels seixanta- un conte revestit d'un misteri espès i asfixiant que aclaparava les il·lusions d'un jove mariner. La contalla parteix d'una situació de pànic col·lectiu que obliga al protagonista a refusar una vida que desitja amb absoluta intensitat.

Només quan arriba a una maduresa complerta decideix prendre una arriscada decisió que l'acosta una mica al seu anhel. El desenllaç revelador i sorprenent millora la història fent-la una petita obra d'art.


La història pot tenir força lectures per ser comentades i extreure'n ensenyaments, que al cap i a la fi és l'objectiu de tot conte.

El Colombre

Cuando Esteban Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán de barco y patrón de un hermoso velero, que se lo llevase consigo a bordo.
«Cuándo sea mayor —dijo— quiero navegar como tú. Y estaré al mando de barcos aún más hermosos y grandes que el tuyo.»
«Dios te bendiga, hijo mío», respondió el padre. Y puesto que justamente aquel día aparejaba, se llevó al chico con él.

Hacía un sol espléndido, y el mar estaba tranquilo. Esteban, que nunca había estado a bordo, revoloteaba feliz por la cubierta, admirando las complicadas manio­bras de las velas. Y no paraba de preguntar esto y aquello a los marineros, que, sonriendo, le daban todas las expli­caciones.
Apenas llegó a popa, el chico se detuvo, curioso, para observar una cosa que sobresalía intermitentemente del agua, a una distancia de unos doscientos o trescientos metros sobre la estela del barco.
Aunque el barco parecía volar, llevado por una magní­fica brisa, aquella cosa mantenía siempre la misma distan­cia. Y aunque él no entendía de qué se trataba, sí que percibía algo indefinible, que lo atraía intensamente.
El padre, al no ver a Esteban por la cubierta después de llamarlo a gritos en vano bajó del puente y fue a buscarlo.
—Esteban, ¿qué haces aquí plantado? —le preguntó al descubrirlo en la popa, de pie, mirando las olas.
—Papá, ven a ver.
El padre vino y también él miró en la dirección que señalaba el muchacho, pero no consiguió ver nada.
—Hay una cosa oscura que sale de vez en cuando de la estela —dijo— y que nos viene siguiendo.
—A pesar de mis cuarenta años —dijo el padre— creo que todavía tengo buena vista, pero no veo absolutamen­te nada.
Pero ya que el hijo insistía fue a buscar los anteojos y escudriñó la superficie del mar, siguiendo la estela. Este­ban lo vio palidecer.
—¿Qué pasa? ¿Por qué pones esa cara?
— ¡Oh! ¡Ojalá no te hubiese escuchado! —exclamó el capitán—. Ahora temo por ti. Lo que ves sobresalir del agua y seguirnos no es una cosa. Es un colombre. Es el pez al que más temen los marineros en todos los mares del mundo. Se trata de un tiburón tremendo y misterioso más astuto que el hombre. Por motivos que quizá nadie sabrá nunca, escoge su víctima, y cuando la ha escogido la sigue durante años y años, durante toda la vida, hasta que consigue devorarla. Y lo más extraño es esto: que nadie consigue verlo si no es la propia víctima o las perso­nas de su familia.
—¿Se trata de un cuento?
—No. Yo nunca lo había visto. Pero según las des­cripciones que he oído tantas veces, lo he reconocido en­seguida. Este hocico de bisonte, esta boca que se abre y se cierra continuamente, estos dientes terribles. Esteban, no hay duda, mal que nos pese, el colombre te ha elegido a ti y mientras vayas por el mar no te dará reposo. Escúchame: ahora nos volvemos rápidamente a tierra, tú desem­barcarás y no te acercarás nunca jamás a la orilla del mar por ningún motivo. Tienes que prometérmelo. El oficio de marinero no está hecho para ti, hijo mío. Debes resignarte. Por otro lado, también en tierra se puede hacer fortuna.
Dichas estas palabras, hizo cambiar la ruta rápidamen­te, entró en el puerto y, con el pretexto de un imprevisto malestar, desembarcó al chico. Y volvió a partir sin él.

Profundamente turbado, el muchacho se quedó en el muelle hasta que el último pico de la arboladura se su­mergió detrás del horizonte. Más allá del espolón que ce­rraba el puerto el mar quedó completamente desierto. Pero, afinando la vista, Esteban consiguió ver un puntito negro que afloraba a intervalos por las aguas: «su» colombre que cruzaba lentamente de acá para allá, obstinado en esperarlo.
Desde entonces le quitaron de la cabeza la idea de hacerse marinero. Su padre lo mandó a estudiar en una ciudad del interior, alejada por centenares de kilóme­tros. Y por algún tiempo, distraído por el nuevo ambien­te, Esteban no pensó más en el monstruo marino. No obstante, durante las vacaciones de verano regresó a su casa, y la primera cosa que hizo apenas tuvo un minuto fue apresurarse a ir a la punta del muelle para una especie de control, aunque en el fondo lo considerase superfluo. Al cabo de tanto tiempo, aun admitiendo que toda la historia contada por su padre fuese cierta, el colombre habría seguramente renunciado al asedio.
Pero Esteban se quedó allí, atónito, con el corazón palpitante. A una distancia de doscientos o trescientos metros del puerto, a mar abierto, el siniestro pez andaba de acá para allá, lentamente, levantando el hocico de vez en cuando, y dirigiéndolo hacia tierra como anhelante por ver si Esteban Roi regresaba finalmente.
Así, la idea de aquella criatura enemiga que lo espera­ba noche y día se convirtió para Esteban en una secreta ob­sesión. E incluso en la ciudad lejana le ocurría que se des­pertaba en plena noche con inquietud. Estaba resguarda­do, sí, centenares de kilómetros lo separaban del colom­bre. Y, sin embargo, sabía que más allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el cetáceo lo estaba esperando. Y aunque él se hubiese aden­trado en el más remoto de los continentes, al mismo tiempo el comlobre se habría apostado en las aguas del mar más cercano, con la inexorable obstinación que tienen los instrumentos del destino.
Esteban, que era un muchacho serio y voluntarioso, continuó con éxito sus estudios, y, apenas fue un hombre, encontró un empleo digno y bien remunerado en un al­macén de aquella ciudad. Por esta época, el padre murió por una enfermedad; su magnífico velero fue vendido por la viuda y el hijo se encontró en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, los desvaríos, los prime­ros amores: Esteban tenía ya su vida hecha, y, no obstan­te, el pensamiento del colombre lo asaltaba como un funesto y a la vez fascinante espejismo, y a medida que pasaba el tiempo, en vez de desvanecerse, parecía más insistente.
Grandes son las satisfacciones de una vida laboriosa, acompasada y tranquila, pero aún más grande es la atrac­ción por el abismo.
Esteban tenía apenas veintidós años cuando después de despedirse de sus amigos de la ciudad y de su empleo, regresó a su ciudad natal y le comunicó a su madre la firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a la cual Esteban no había nunca dicho nada del misterioso pez, acogió con júbilo su decisión. Que el hijo hubiese aban­donado el mar por la ciudad le había parecido siempre una traición a las tradiciones familiares.


Y Esteban empezó a navegar, dando prueba de cuali­dades marineras, de resistencia a la fatiga, de espíritu intrépido. Navegaba, navegaba y sobre la estela de su barco, de noche y de día, con bonanza o con tempestad, seguía el colombre. El sabía que aquella era su maldición y su condena, pero justamente por esto quizá no encontraba fuerzas para escabullirse. Y nadie a bordo veía al mons­truo excepto él.

—¿No veis nada por allí? —preguntaba de vez en cuando a sus compañeros, indicando la estela.
—No. No vemos nada de nada. ¿Por qué?
—No sé. Me parecía...
—¿No habrás visto un colombre, por casualidad? —decían los otros, riendo y conjurando el maleficio con los dedos.
—¿Por qué os reís? ¿Por qué tocáis madera?
—Porque el colombre es un animal que no perdona. Y si se pusiese a seguir este barco, querría decir que uno de nosotros está perdido.
Pero Esteban no aflojaba. La ininterrumpida amenaza que lo perseguía parecía incluso multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su valentía en los momentos de lucha o de peligro.
Con la pequeña cantidad que le dejó su padre apenas se sintió seguro en el oficio. Compró, junto con un socio, una pequeña goleta de carga, de la que más tarde se convirtió en único propietario, y, gracias a una serie de afortunadas expediciones, pudo seguidamente comprar un mercante en serio, llegando a empresas siempre más am­biciosas. Pero los éxitos y los millones no servían para quitarle de la mente aquel continuo frenesí; y nunca, por otro lado, estuvo tentado a vender la nave y a retirarse a tierra para emprender otros asuntos.
Navegar, navegar, era su único pensamiento. Apenas, al cabo de largos trayectos, ponía pie en tierra en cual­quier puerto, que ya lo asaltaba la impaciencia de volver a partir. Sabía que allí fuera estaba el colombre esperándolo, y que el colombre era sinónimo de ruina. Nada. Un indomable impulso lo arrastraba sin perdón de uno a otro océano.


Hasta que súbitamente, Esteban se dio cuenta un día de que se había vuelto viejo, viejísimo, y nadie a su alrede­dor sabía explicarse por qué, rico como era, no abandona­ba de una vez la condenada vida marinera. Viejo y amargamente infeliz, porque su existencia entera había sido despilfarrada en aquella especie de loca fuga a través de los mares para huir del enemigo. Pero él había consi­derado siempre más atractiva la tentación del abismo que las alegrías de una vida serena y tranquila.
Y una tarde, mientras su magnífico barco estaba an­clado en el puerto donde él había nacido, se sintió próxi­mo a morir. Entonces llamó al segundo oficial, en el que tenía gran confianza, y le conminó a no oponerse a lo que iba a hacer. El otro lo prometió por su honor.
Con esta seguridad, Esteban explicó la historia del colombre al segundo oficial, que lo escuchaba sorprendido; del colombre que le había perseguido durante casi cin­cuenta años inútilmente.
—Me ha escoltado de un cabo a otro del mundo —dijo— con una fidelidad que ni tan siquiera el más noble amigo hubiese podido demostrar. Ahora yo estoy a punto de morir. También él ahora debe estar terriblemen­te viejo y cansado. No puedo traicionarlo. Dicho esto, se despidió, hizo calar un bote a la mar y subió en él después de haberse hecho entregar un arpón. —Ahora voy a su encuentro —anunció—. Es justo que no le defraude. Pero lucharé con mis últimas fuerzas.

Con cansados golpes de remo se alejó de abordo. Oficiales y marineros lo vieron desaparecer a lo lejos sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. Había en el cielo una hoz de luna. No tuvo que cansarse mucho. De repente, el horri­ble hocico del colombre emergió del flanco de la barca.
—Aquí me tienes, finalmente —dijo Esteban—.  Aho­ra o tú o yo.
Y   sacando fuerzas de flaqueza levantó el arpón para atacar.
—Uh —mugió con voz suplicante el colombre—. ¡Qué largo camino hasta encontrarte! También yo estoy destro­zado por el cansancio. ¡Cuánto me has hecho nadar! Y tú huías, huías. Y no has entendido nunca nada.


— ¿Por qué? —preguntó Esteban, herido en lo vivo.
—Porque yo no te he perseguido a través del mundo para devorarte, como pensabas. Del rey del mar había conseguido sólo el encargo de entregarte esto.

Y el monstruo sacó la lengua, entregando al viejo ca­pitán una pequeña esfera fosforescente.
Esteban la cogió en sus manos y miró. Era una perla de tamaño insospechado. Y reconoció a la famosa Perla de los Mares, que da al que la posee fortuna, poder, amor y sobre todo la paz de espíritu. Pero ahora era demasiado tarde.
— ¡Desdichado de mí! —dijo meneando tristemente la cabeza—. Todo ha sido un error. He conseguido condenar mi existencia y he arruinado la tuya.
—Adiós, pobre hombre —respondió el colombre—. Y se sumergió en las oscuras aguas para siempre.
Dos meses después, llevado por la marea, un bote encalló en una rocosa escollera. Lo vieron algunos pesca­dores que, curiosos, se aproximaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto, y entre los huesos de los dedos apretaba una pequeña piedra redonda.

El colombre es un pez de grandes dimensiones, horro­roso a la vista, extremamente raro. Según los mares, y según las gentes que habitan en sus orillas, es llamado también kolomber, kahloubra, kalonga, kalu-kalu, cha- lung-gra. Los naturalistas, extrañamente, lo ignoran. Incluso hay alguno que sostiene que no existe.

Traducció de Teresa Duran. Del llibre «La boteghe del misterio»,
d'Amoldo Mondadoried.