dilluns, 21 de novembre del 2016

Els tres pèls del diable

Conte típic del centre d'Europa. Barreja d'històries on tot encaixa a la perfecció. Lleugeres pinzellades d'humor a l'estil mediterrani. Mostra clara que qui està predestinat a triomfar res el pot aturar... Aquests serien alguns dels trets que millor definirien el conte que avui ens ocupa: Els tres pèls del diable

En aquesta rondalla els germans Grimm aconsegueixen sintetitzar en un sol conte moltes històries que es podrien fragmentar, i totes serien igualment brillants. Aquesta història podria ser el paradigma de les contalles populars. És aquell típic conte que a tots ens sona. Trobaria molt interessant saber més de la història d'aquest conte, perquè estic gairebé segur que "beu" de tradicions comunes a molts països.

Penso que és un conte que cal explicar sense presses, havent preparat -amb anterioritat- un escenari acollidor, on el conte sigui explicat sense esforç. Amb el to de veu lleugerament baix, sense estridències. Penso també que és important que tant l'auditori com nosaltres mateixos ens trobem còmodes i deixar fruir la rondalla, seguint el seu ritme; permetre que el conte desplegui tota la seva màgia. Segur que us ho agrairan!

Los tres pelos de oro del diablo

Érase una vez una pobre mujer que dio a luz un niñito; y como éste, al venir al mundo, llegase envuelto en la piel de la buena suerte, se le predijo que al cumplir los catorce años tomaría por esposa a la hija del rey. He aquí que éste se presentó muy pronto en la aldea; pero como nadie sabía que era el rey, cuando preguntó a las gentes qué había de nuevo le respondieron:
—Hace unos días nació un niño envuelto en la piel de la buena suerte: todo cuanto emprenda una persona así le traerá ventura. También se le predijo que a los catorce años se casará con la hija del rey.
El rey. hombre de natural cruel, se irritó con la pro­fecía, se fue a ver a los padres y, fingiendo amabilidad, les dijo:
—Pobres gentes, dadme a vuestro hijo que yo lo cui­daré.
Los padres se negaron al principio pero, comoquiera que el forastero les ofreciese una gran suma de dinero a cambio y pensaran, además: «Es un niño con suerte: lo que hagamos sólo podrá traerle ventura», dieron su consentimiento al fin y le entregaron al niño.
El rey lo metió en una caja y partió con ella al galope hasta llegar a un río de aguas profundas, en ellas arrojó la caja y se dijo para sus adentros:
—He librado a mi hija de este inesperado pretendiente. Pero la caja no se hundió, sino que flotó como un barquito, ni tampoco entró en ella ni una gotita de agua. Y así fue flotando hasta llegar a unas dos millas de la capital del reino, donde se detuvo en la presa de un molino. Uno de los mozos del molino, que se encontraba allí por fortuna y que la vio, la atrajo con un gancho,  pensando que había hallado un gran tesoro; mas, al destaparla, vio echado dentro a un hermoso niño rebosante de salud. Se lo llevó al molinero y a su esposa, y como no tenían hijos, se alegraron mucho y dijeron:
—Dios nos lo ha dado.
Y criaron con todo cariño al niño abandonado, que fue haciéndose grande y dando muestras de un sinfín de virtudes.
Pues bien, en cierta ocasión el rey, queriendo protegerse de una tormenta llegó al molino y preguntó al matrimonio si aquel joven alto era su hijo.
—No —respondieron—, es un niño abandonado; hace catorce años llegó a la presa flotando en una caja y el mozo lo sacó del agua.
Entonces se dio cuenta el rey de que no podía ser sino el niño de la suerte, el que él había arrojado al agua, y dijo:
—Buenas gentes, ¿no podría llevar el joven una carta a la reina?; le daré en pago dos monedas de oro.
—Como ordene su majestad —respondieron.
Y dijeron al joven que se preparase para el camino. Entonces el rey le escribió una carta a la reina, en la que se decía:
«En cuanto se presente el muchacho con esta esquela, será muerto y enterrado; y todo ha de suceder antes de que yo regrese
El joven partió con la carta, pero se perdió por el camino y se encontró de noche en medio de un espeso bosque. En la oscuridad advirtió una lucecilla, se dirigió hacia ella y llegó a una casita. Al entrar vio a una anciana que estaba sentada sola junto al fuego. Se asustó al ver al joven y le dijo:
—¿De dónde vienes y a dónde vas?
—Vengo del molino
—respondió el joven— y voy a ver a la reina, pues he de entregarle una carta; pero como me he extraviado en el bosque, me agradaría pasar aquí la noche.
—Tú, pobre chico —dijo la mujer—, has venido a parar a una madriguera de bandidos, y si regresan te matarán.
—Que venga quien quiera
—dijo el joven—, que yo no tengo miedo; pero estoy tan cansado que no puedo andar más.
Y diciendo esto se tumbó sobre un banco y se quedó dormido. Al poco rato llegaron los bandidos y pregun­taron malhumorados qué hacía ese extraño joven ahí.
—Pobrecito —dijo la anciana—; es un niño inocente que se ha perdido en el bosque; lo recogí por compasión. Lleva una carta para la reina.
Los bandidos rasgaron el sobre y leyeron la carta, y en ella se decía que el joven sería ejecutado en cuanto llegase. Entonces, hasta aquellos implacables bandidos sintieron compasión, y el capitán rompió la carta y es­cribió otra; y en ella decía que en cuanto el joven lle­gase tendría que casarse inmediatamente con la hija del rey. Así que le dejaron dormir tranquilo en el banco hasta la mañana siguiente, y cuando despertó le dieron la carta y le enseñaron el camino por donde tenía que ir.
La reina, cuando recibió y leyó la carta, hizo lo que en ella se decía: mandó celebrar una espléndida boda y la princesa fue desposada con el niño de la suerte; y como quiera que el joven era guapo y amable, vivió feliz y satisfecha con él.
Pasado un tiempo volvió el rey a palacio y vio que la profecía se había cumplido y que el niño de la suerte se había casado con su hija.
—¿Cómo pudo pasar eso?
—dijo—; en mi carta di órdenes completamente distintas.
Entonces la reina le mostró la carta, pidiéndole que viese por sí mismo lo que en ella se decía. El rey la leyó y advirtió que había sido cambiada por otra. Le preguntó al joven lo que había ocurrido con la carta que le confiara y por qué razón había entregado otra.
—No sé nada de eso
—respondió—; ha debido suce­der cuando pasé la noche en el bosque.
—¡Así de fácil no te va a resultar! —dijo el rey, lleno de ira—. El que quiera tener a mi hija ha de traerme del infierno tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si me das lo que te pido, podrás quedarte con mi hija. Con esto esperaba el rey desembarazarse para siempre de él. Pero el niño de la suerte respondió:
—Te traeré los pelos de oro; no tengo miedo del dia­blo.
Y acto seguido se despidió y emprendió la marcha.
Andando llegó a una gran ciudad, y el centinela que estaba en la puerta le preguntó por su oficio y por lo que sabía.
—Lo sé todo —respondió el niño de la suerte. —Entonces nos harás un gran favor —repuso el cen­tinela— diciéndonos por qué se ha secado la fuente de la plaza, de la que salía normalmente vino y que ahora ni siquiera da agua.
—Lo sabréis —respondió el joven—; esperad tan sólo a que vuelva.
Siguió su camino y llegó a las puertas de otra ciudad; allí le preguntó el centinela por su oficio y por lo que sabía.
—Lo sé todo —respondió.
—Entonces nos harás un gran favor diciéndonos por qué un árbol de nuestra ciudad, que siempre daba manzanas de oro, ahora ni siquiera tiene hojas.
—Lo sabréis —respondió—; esperad tan sólo a que vuelva.
Siguió la marcha y llegó a un ancho rio,  que tenía que cruzar. El barquero le preguntó por su oficio y lo que sabía.
—Lo sé todo —respodió.
—Entonces me harás un gran favor —dijo el barque­ro— diciéndome por qué he de estar remando siempre de una orilla a la otra, sin que nadie me releve.
—Lo sabrás —respondió el joven—; espera tan sólo a que vuelva.
Al llegar a la otra orilla encontró la entrada del in­fierno. Su interior era negro y estaba tiznado de hollín; el diablo no estaba en casa, pero su ama se encontraba sentada en una amplia poltrona.
—¿Qué quieres? —le preguntó bruscamente, aun cuan­do su aspecto no era el de una persona enfadada.
—Quisiera tres pelos de oro de la cabeza del diablo —respondió el joven—; de lo contrario, no podré seguir con mi mujer.
—Mucho pides —dijo la mujer—; cuando vuelva el diablo y te encuentre aquí, mal lo vas a pasar; pero me das lástima: veré si puedo ayudarte.
Y, transformándolo en una hormiga, le dijo:
—Métete por los pliegues de mi falda; ahí estarás seguro.
—Sí —dijo el joven—, eso está muy bien, pero qui­siera saber además tres cosas: por qué una fuente, de la que antes manaba vino, se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué a un árbol que daba manzanas de oro no le salen ahora ni hojas; y por qué un barquero ha de estar siempre remando de una orilla a la otra, sin que nadie lo releve.
—Difíciles son esas preguntas —respondió el ama—, pero quédate quieto y callado y pon cuidado a lo que dice el diablo mientras le arranco los tres pelos de oro.
Al anochecer llegó el diablo a casa. Ya al entrar advir­tió que algo raro ocurría.
—Huelo, huelo carne humana —dijo—; aquí pasa algo extraño.
Entonces miró por todos los rincones, y buscó y bus­có, pero nada pudo encontrar. El ama lo reprendió:
—Acababa precisamente de barrer y ponerlo todo en orden, y ahora me lo revuelves todo y me lo pones patas arriba. ¡Siempre has de tener la carne humana en tus narices! Siéntate y cena.
Cuando hubo comido y bebido, sintió sueño y recosté su cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que le despio­jara un poco los cabellos. Al poco rato quedó dormido, soplando y roncando. Entonces la anciana cogió un pelo de oro, lo arrancó y lo puso a un lado.

—¡Ay! —gritó el diablo—, ¿qué haces?
—He tenido una pesadilla
—respondió el ama—, y te he tirado de los pelos.
—¿Qué has soñado?
—respondió el diablo.
—He soñado con una plaza en la que hay un pozo del que solía manar vino, y de repente se secaba y no salía de él ni siquiera agua; ¿cuál puede ser la causa?
—¡Ja, ja, si la supiesen! —respondió el diablo—; hay un sapo que se encuentra bajo una piedra, en el pozo: si lo matasen volvería a manar vino.
El ama le siguió despiojando hasta que se durmió y se puso a roncar con tal fuerza que las ventanas temblaban. Entonces le arrancó el segundo pelo.
—¡Ay!, ¿qué haces? —gritó el diablo, iracundo.
—No lo tomes a mal —respondió ella; lo he hecho en sueños.
—¿Qué has soñado ahora?
—preguntó el diablo.
—He soñado que en un reino había un frutal que siempre había dado manzanas de oro y al que ahora no le crecen ni hojas. ¿Cuál puede ser la causa?
—¡Ja, ja, si lo supiesen! —respondió el diablo—; un ratón está royendo sus raíces; si lo matasen, volvería a dar manzanas de oro, pero si sigue royendo, el árbol se secará del todo. Pero, déjame en paz con tus sueños;  como vuelvas a molestarme mientras duermo, te daré  una bofetada.
El ama lo tranquilizó con cariñosas palabras y siguió rascándole la cabeza hasta que se durmió y se puso a roncar. Entonces cogió entre sus dedos el tercer pelo de oro y se lo arrancó.
El diablo pegó un brinco, puso el grito en el cielo y estuvo a punto de darle una paliza al ama, pero ésta logró calmarlo de nuevo y le dijo:
—¿Qué se puede hacer con las pesadillas?
—¿Qué has soñado? —preguntó el diablo, curioso.
—He soñado con un barquero que se quejaba porque tenía que estar remando de una a otra orilla sin ser nun­ca relevado. ¿Cuál es la causa?
—¡Ja, ja, pobre infeliz!
—respondió el diablo—; cuando alguien se monte para que le pase a la otra ori­lla no tiene más que ponerle el remo en la mano; en­tonces tendrá que remar el otro, y él estará libre.
Y como el ama ya le había arrancado los tres pelos de oro y las preguntas ya tenían respuesta, dejó en paz al viejo dragón, que durmió hasta que despuntó el día.
Cuando el diablo se marchó de nuevo, la anciana sacó a la hormiga de entre los pliegues de su falda y devolvió la figura humana al niño de la suerte.
—Aquí tienes los tres pelos de oro —dijo—; y lo que el diablo ha dicho sobre las preguntas, ya lo habrás oído.
—Sí —respondió el joven—; lo he oído y lo retendré bien en mi memoria.
—Ya tienes lo que querías —dijo la anciana—, y pue­des seguir tu camino.
El joven dio las gracias a la anciana por haberle pres­tado la ayuda que necesitaba, salió del infierno y se fue alegre porque todo le hubiese salido bien. Cuando llegó donde estaba el barquero, éste le exigió la respuesta pro­metida.
—Pásame primero al otro lado —dijo el niño de la suerte—; entonces te diré cómo puedes salvarte.
Y al poner pie en la otra orilla, le dio el consejo del diablo:
—Al primero que venga a pedirte que lo pases, ponle el remo en la mano.
Siguió su camino y llegó a la ciudad donde estaba el árbol estéril; y el centinela quería también una respuesta a su pregunta. Entonces le dijo lo que había oído decir al diablo:
—Matad al ratón que roe sus raíces, y el árbol volverá a dar manzanas de oro.
El centinela le dio las gracias y, como recompensa, dos burros cargados con oro, que le fueron siguiendo.
Finalmente llegó a la ciudad cuya fuente estaba seca.
Allí le comunicó al centinela lo que el diablo había dicho:
—En la fuente, bajo una piedra, hay un sapo; buscad- ¡o y matadlo, que la fuente volverá a manar vino en abun­dancia.
El centinela le dio las gracias y, como el otro, dos burros cargados con oro.
Por fin regresó el niño de la suerte a su hogar, y a su mujer, que se alegró de todo corazón al verlo y al saber que todo le había salido bien. Al rey le llevó lo que le había pedido: los tres pelos de oro del diablo; y cuando vio los cuatro burros cargados de oro, se puso muy con­tento y dijo:
—Bien, ya están cumplidas todas las condiciones y puedes quedarte con mi hija. Pero querido yerno, dime, por favor: ¿de dónde has sacado todo ese oro? ¡Se trata de grandes riquezas!
—Crucé un río en una barca —respondió el joven—, y allí lo recogí del suelo; porque en su orilla lo hay en vez de arena.
—¿Puedo ir a recogerlo yo también? —preguntó el rey con avaricia.
—Todo cuanto queráis
—respondió el otro—; allí en­contraréis a un barquero; haced que os pase a la otra orilla, y allí podréis llenar vuestros sacos.
El ambicioso rey se puso en marcha precipitadamente, y al llegar al río hizo señas al barquero para que lo pasara al otro lado. El barquero se acercó y le invitó a montar en la barca; y cuando llegaron a la orilla opuesta le puso el remo en las manos y saltó a tierra. El rey, como cas­tigo a sus pecados, tuvo que remar desde ese momento.

—¿Sigue aún remando?
—¡Ya lo creo! Nadie ha ido a quitarle el remo de la mano.
J. L. y W. K. Grimm