dissabte, 25 d’abril del 2015

L'ondina del llac

Els germans Grimm han de ser uns dels autors clàssics que convé citar ben aviat. Personalment sempre m'han fascinat les situacions que succeeixen en boscos foscos i tenebrosos. Les històries de Tolkien serien impossibles d'imaginar en un bosc mediterrani. Així que cal parlar de la diferència d'aquests escenaris a l'hora de presentar la nostra història.

Què és una ondina? A l'imaginari humà ondines, sirenes o dones d'aigua han estat presentades com aquella barreja temptadora d'extraordinària bellesa i maldat. Són històries amb un punt de misogínia que sedueixen les voluntats -preferentment masculines- més fortes. Que jo sàpiga, només la Sireneta d'Andersen s'escaparia d'aquesta norma.

Les lliçons dels contes sempre han procurat protegir la canalla de possibles perills. Sens dubte, els llacs són llocs perillosos als que convé no acostar-s'hi. Per tant hi ha moltes històries de belleses aquàtiques insensibles al fred que poden atraure la curiositat de grans i petits. Vet aquí una vacuna:

La ondina del lago

Érase una vez un molinero que vivía alegremente con su mujer. Tenían dinero y hacienda y su bienestar aumentaba día tras día. Pero la desgracia puede venir de la mañana a la noche: y así como habían ido aumentando sus riquezas, así fueron decreciendo luego ano tras ano, hasta que el molinero apenas pudo llamar suyo ni al molino en que vivía. Se sentía triste y, cuando se acostaba después de una jornada de trabajo no podía conciliar el sueño, sino que se pasaba la noche dando vueltas en la cama y lleno de preocupaciones. Una mañana se levantó muy temprano, antes de que despuntara el día, y salió al campo pensando que algo tendría que ocurrir para que se aliviasen sus penas. Pasaba por el puentecillo del molino cuando salieron los primeros rayos del sol y oyó que algo se movía en el estanque. Se dio la vuelta y vio a una hermosa mujer que salía lentamente del agua. Sus largos cabellos, que se había echado sobre los hombros con delicadas manos, le caían por ambos lados cubriendo el blanco cuerpo. Comprendió que se trataba de la ondina del lago y se quedó como petrificado por el miedo, dudando entre salir corriendo y quedarse quieto. Pero la ondina dejó oír su melodiosa voz, lo llamó por su nombre y le pregunto por qué estaba tan triste. Al principio el molinero no acertó a pronunciar palabra, mas una vez que la oyó hablar tan amablemente, cobró ánimos y le contó que siempre había vivido feliz y con riquezas, pero que ahora era tan pobre que no encontraba salida a su situación.
—Tranquilízate —respondió la ondina—;
te haré rico como nunca lo fuiste en tu vida y tu suerte será mucho mayor que antes; solo tendrás que prometerme que me darás lo que acaba de nacer en tu casa.
«< ¡Qué otra cosa puede ser —pensó el molinero— más que un perrito o un gatito?»; y accedió a lo que se le pedía. La ondina se hundió de nuevo en las aguas y él se dirigió, consolado y de buen humor, a su molino. No había llegado todavía cuando la criada salió a la puerta y le llamó a voces, diciéndole que se alegrara, pues su mujer había dado a luz un niño. El molinero se quedó aterrado al darse cuenta de que la pérfida ondina lo había sabido y engañado. Con la cabeza gacha se acercó hasta la cama de su mujer, y cuando ella le pregunto:
«< ¿Cómo, no te alegra tener un niño tan hermoso?», le contó lo que le había pasado y la promesa dada a la ondina.
— ¿De qué me sirven suerte y riqueza —añadió— si he de perder a mi hijo? Pero, ¿qué puedo hacer?
Tampoco hallaron una solución los parientes que habían venido a felicitarlos.
Entretanto volvió la suerte a la casa del molinero. Todo lo que emprendía le salía bien; era como si los cofres y baúles se llenasen por sí solos y como si el dinero creciese por las noches. No pasó mucho tiempo sin que sus riquezas se hiciesen más grandes que nunca. Pero no podía alegrarse sin más: la promesa dada a la ondina le apesadumbraba. Cada vez que pasaba por delante del lago temía que saliese a recordarle su deuda. Y al chico no le dejaba acercarse a él.
—Cuídate —le decía—; si llegas a tocar el agua saldrá una mano, te agarrará y te arrastrará hasta el fondo.
Pero fueron pasando los años, la ondina siguió sin presentarse, y el molinero empezó a sentirse más tranquilo.
El chico se convirtió en un joven y se fue a aprender el oficio de cazador. Una vez que lo hubo aprendido se convirtió en un hábil cazador, y el señor de la aldea lo tomó a su servicio. En la aldea vivía una chica guapa y fiel que era de su gusto; cuando su amo lo supo le regaló una casita; los dos se casaron y vivieron tranquilos y felices, amándose de todo corazón.
En cierta ocasión el cazador perseguía a un ciervo. El animal salió del bosque a campo abierto, y él lo siguió hasta que finalmente lo mató de un tiro. No se dio cuenta de que se encontraba cerca del peligroso lago y, después de haber limpiado al animal, se acercó a la orilla para lavarse las manos, porque las tenía manchadas de ir sangre. Pero apenas las había metido en el agua cuando surgió la ondina, le cogió entre risas con sus húmedos brazos y lo arrastró al fondo tan rápidamente que levantó las olas de la superficie.

Cuando cayó la noche y el cazador no volvió a la casa, su mujer se asustó. Salió en su búsqueda, y como le había contado muchas veces que tenía que cuidarse de las acechanzas de la ondina y que no debía acercarse al lago, pronto presintió lo que había pasado. Fue corriendo hasta la orilla del lago, y al encontrar allí su morral comprendió la tragedia. Retorciéndose las manos de dolor llamó por su nombre al amado, pero inútilmente; fue corriendo a la orilla opuesta del lago y lo llamó de nuevo; insulto a la ondina, pero no obtuvo respuesta. La superficie del agua siguió quieta, y sólo la media luna la miraba, inmóvil.
La pobre mujer no se alejó del lago. Con pasos rápidos, sin tomar descanso, lo rodeó una y otra vez, ora callada, ora lanzando un agudo grito, ora un débil gemido. Finalmente se quedó sin fuerzas; cayó al suelo y se quedó profundamente dormida. Pronto empezó a soñar.
Avanzaba despavorida entre grandes peñascos; espinas y púas se clavaban en sus pies, la lluvia azotaba su rostro y sus largos cabellos ondulaban al viento. Pero cuando llego a una cumbre vio un panorama distinto. El cielo era azul; el aire, benigno; el paisaje descendía suavemente en declive; y en una verde campiña cubierta de flores se hallaba una reluciente cabaña. Se dirigió a ella y abrió su puerta; dentro encontró a una anciana de blancos cabellos que le hacía señas de amistad. En ese momento despertó la pobre mujer. Ya había despuntado el día, y decidió inmediatamente llevar a cabo lo sonado. Subió penosamente por la montana, y todo ocurrió tal como lo sonara durante la noche. La anciana la recibió amistosamente y le indico una silla para que se sentara.
—Ha tenido que ocurrirte alguna tragedia —dijo la anciana— para que hayas venido a verme a mi desolada cabaña.
Bañada en lágrimas, la mujer contó lo que le había pasado.
—Consuélate —dijo la anciana—, voy a ayudarte; aquí tienes un peine de oro. Espera hasta que salga la luna llena, ve entonces al lago, siéntate en la orilla y péinate con él tus largos cabellos negros. Cuando hayas terminado, coloca el peine en el suelo, a orillas del lago, y verás lo que ocurre.
La mujer regresó, y la espera de la luna llena se le hizo interminable. Al fin apareció en el cielo el brillante circulo: entonces se acercó al lago, se sentó, peinó sus largos cabellos negros con el peine de oro, y cuando termino lo colocó en la orilla. No había pasado mucho tiempo cuando se oyó un rumor que venia del fondo, se Ievantó una ola, avanzó hasta la orilla y se llevo el peine. Y no transcurrió mucho más tiempo del que necesitaba el peine para llegar al fondo cuando las aguas se abrieron dejando pasar la cabeza del cazador. Pero no habló, y sólo contemplo tristemente a su mujer.

Un instante después avanzó una segunda ola que cubrió la cabeza del hombre. Todo había acabado, el lago estaba tan tranquilo como antes y sólo el rostro de la luna se reflejaba en él.
La mujer volvió desconsolada a su casa, pero en sueños se le apareció de nuevo la cabaña de la anciana. A la mañana siguiente fue otra vez allí y contó sus penas a la sabia mujer. La anciana le dio una flauta de oro y le dijo:
—Espera a que vuelva a salir la luna llena, toma en­tonces esta flauta, siéntate en la orilla, toca con ella una bonita canción y, cuando hayas acabado, ponía sobre la arena; ya verás lo que ocurre. La mujer hizo lo que le había dicho la anciana. Apenas había puesto la flauta sobre la arena, cuando se oyó un rumor que venia del fondo, y se levantó una ola que avanzó y se llevó la flauta. Inmediatamente después se abrieron las aguas y el cazador sacó no sólo la cabeza, sino también hasta la mitad del cuerpo. Lleno de ansiedad extendió sus brazos hacia ella, pero llegó una segunda ola, le cubrió y se hundió en las aguas.

 — ¡Ay; de qué me sirve —dijo la desdichada— ver a mi amado si es sólo para perderle después!
La angustia se asentó de nuevo en su pecho, pero el sueño la llevó por tercera vez a la cabaña de la anciana.
A la mañana se puso en camino y la sabia mujer le dio una rueca de oro, la consoló y le dijo:
-Todavía no se ha consumado todo; espera hasta que llegue la luna lluna, coge entoces la rueca, siéntate en la orilla e hila un huso completo; y, cuando hayas terminado, pon la rueca muy cerca del agua; ya verás lo que ocurre.
La mujer siguió las instrucciones al pie de la letra. En cuanto salió la luna llena fue con la rueca a la orilla e hiló incansablemente hasta que se le termino el lino y devanó una husada de hilo. Y apenas había dejado la rueca en la orilla cuando se oyó bajo el agua un rumor más fuerte que las veces anteriores, y avanzó una ola poderosa que se llevó la rueca. Inmediatamente brotó un chorro de agua y con él salió el hombre entero, de la cabeza a los pies; el cazador saltó rápidamente a la orilla, cogió a su mujer de la mano y huyó con ella. Mas apenas se habían alejado un corto trecho, cuando el lago entero se levantó entre terribles rugidos y se volcó vio- lentamente sobre la tierra. Los fugitivos veían ya acerarse la hora de la muerte cuando la mujer, aterrada, imploro ayuda a la anciana; en ese mismo instante se transformaron los dos: él, en un sapo; ella, en una rana. La marea, que ya les había alcanzado, no pudo por eso matarles, pero los separo y los llevó muy lejos.
Cuando el agua se aquietó ambos buscaron de nuevo suelo seco y recobraran sus figuras humanas. Pero ninguno de los dos sabia dónde estaba el otro y se encontraban entre personas extrañas, que nada sabían de su patria. Altas montanas y profundos valles se interponían entre ellos. Para ganarse la vida, ambos se dedicaran a cuidar ovejas. Durante largos anos condujeron sus rebaños por bosques y prados, acompañados siempre del dolor y la nostalgia.
En cierta ocasión en que la primavera irrumpía de nuevo por la tierra y ambos iban conduciendo sus rebaños, quiso la casualidad que se encontraran. Desde una pendiente vio él otro rebano y dirigió el suyo hacia don- de se encontraba. Se juntaron en un valle, pero no se reconocieron; y sin embargo se alegraran de no estar ya tan solos. Desde ese momento condujeron juntos sus rebaños; no hablaban mucho, pero se sentían reconfortados. Una tarde, cuando la luna llena brillaba en el cielo y las ovejas descansaban, el pastor sacó la flauta de su morralillo y tocó una melodía aunque triste, hermosa. Cuando termino, notó que la pastora lloraba amarga- mente.
  ¿Por qué lloras?—pregunto.

-¡Ay! —respondió ella—; así brillaba la luna cuando toqué por última vez esa canción con una flauta y surgió entre las aguas la cabeza de mi amado.
Él la contempló y le pareció que una venda caía de sus ojos: reconoció a su querida esposa. Y cuando ella contemplo su rostro iluminado por la luna también lo reconoció. Se abrazaron y se besaran, y si fueron felices o no es algo que nadie necesitaría preguntar.