No recordo massa bé com vaig trobar-me per primera vegada amb aquesta narració, però sí que sé que em va captivar des del primer moment. No pretenc descobrir qui va ser Robert Louis Stevenson, però sí que m'agradaria parlar d'una història molt especial i que crec que no és massa coneguda: El diable de l'ampolla verda.
Aquesta és una història una mica massa llarga per explicar-la a classe d'una "tirada". El que sempre m'ha donat molt bon resultat és fer-ho en tres o quatre sessions i -sobretot!- sempre deixar-ho en el moment més interessant.
La pròpia vida de Stevenson ja és un conte increïble i molt recomanable de llegir. Una persona malalta que va buscar en la escriptura una manera de fugir d'una realitat que segurament no li agradava gens. Totes les seves històries porten part dels seus desitjos i ens proposa reflexions francament interessants.
R. Louis Stevenson és conegut principalment per la magnífica història de L'illa del tresor, on tots hem somniat viure una aventura semblant. Seria difícil trobar algú que no n'hagi sentit a parlar mai. Aquest llibre va inspirar a Hergé en dos dels seus llibres de Tintín (El secret de l'Unicorn i El tresor de Rackham el Roig). Una història absolutament fascinant és també L'estrany cas del Dr. Jekyll i Mr. Hyde. Tots ells llibres molt recomanables.
El diable de l'ampolla verda és un llibre que no l'he sentit anomenar massa i no és gaire fàcil de trobar, fet que és una llàstima perquè la seva història la trobo absolutament original. Penso que en el fons és una bonica història d'amor autèntic, immers en una atmosfera asfixiant, que irremeiablement arrossega un previsible desenllaç catastròfic. Per mi és un conte molt diferent a res que hagi llegit amb anterioritat. Planteja una situació atractivament seductora i que a la vegada amaga un espantós perill. I la seva fórmula absolutament simple és part del seu encant.
El diablo de la botella verde
Había
un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que
aún vive y que su nombre debe permanecer secreto; pero su lugar de nacimiento
no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen
escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y
escribía tan bien como un maestro de escuela; además era un marinero de primera
clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y
pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió
que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con
rumbo a San Francisco.
San
Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas
adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está
cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero
en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se
alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!», iba pensando, «¡y
qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan
preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la
altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada
y tan bonita como un juguete; los escalones de la entrada brillaban como plata,
los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían
como diamantes. Keawe se detuvo, maravillándose de la excelencia de todo. Al
pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una
ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala
junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro
tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras
Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos
envidiaba al otro.
De
repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que
entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
—Es muy
hermosa esta casa mía —dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le gustaría
ver las habitaciones?
Y así
fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo
lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran
admiración.
—Esta
casa —dijo Keawe— es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me
pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que
suspirar?
—No hay
ninguna razón —dijo el hombre— para que no tenga usted una casa en todo
semejante a ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee algún dinero, ¿no
es cierto?
—Tengo
cincuenta dólares —dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de
cincuenta dólares.
El
hombre hizo un cálculo.
—Siento
que no tenga más—dijo—, porque eso podría causarle problemas en el futuro. Pero
será suya por cincuenta dólares.
— ¿La
casa? —preguntó Keawe.
—No, la
casa no —replicó el hombre—; la botella. Porque debo decirle que aunque le
parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma
y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta.
Aquí la tiene usted.
Y
abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un
cuello muy largo; el cristal era de un color blanco como el de la leche, con
cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se
movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.
—Ésta
es la botella —dijo el hombre; y, cuando Keawe se echó a reír, añadió—. ¿No me
cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De
manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que
se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.
—Es una
cosa bien extraña —dijo Keawe—, porque tanto por su aspecto como al tacto se
diría que es de cristal.
—Es de
cristal —replicó el hombre, suspirando más hondamente que nunca—, pero de un
cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra
que vemos moverse es la suya; al menos eso creo yo. Cuando un hombre compra
esta botella el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa persona desee,
amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San Francisco, será suyo
con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y gracias a su virtud llegó a ser
el rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El capitán Cook también la
tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero también él la vendió, y por eso
lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella desaparecen el poder y la
protección; y a no ser que un hombre esté contento con lo que tiene, acaba por
sucederle algo.
—Y, sin
embargo, ¿habla usted de venderla? —dijo Keawe.
—Tengo
todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo —respondió el hombre—. Hay una
cosa que el diablo de la botella no puede hacer... y es prolongar la vida; y,
no sería justo ocultárselo a usted, la botella tiene un inconveniente; porque
si un hombre muere antes de venderla, arderá para siempre en el infierno.
—Sí que
es un inconveniente, no cabe duda —exclamó Keawe—. Y no quisiera verme mezclado
en ese asunto. No me importa demasiado tener una casa, gracias a Dios; pero hay
una cosa que sí me importa muchísimo, y es condenarme.
—No
vaya usted tan deprisa, amigo mío —contestó el hombre—. Todo lo que tiene que
hacer es usar el poder de la botella con moderación, venderla después a alguna
otra persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su vida cómodamente.
—Pues
yo observo dos cosas —dijo Keawe—. Una es que se pasa usted todo el tiempo
suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la botella
demasiado barata.
—Ya le
he explicado por qué suspiro —dijo el hombre—. Temo que mi salud está
empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una
desgracia para cualquiera.
En
cuanto a venderla tan barata, tengo que explicarle una peculiaridad que tiene
esta botella.
Hace
mucho tiempo, cuando Satanás la trajo a la tierra, era extraordinariamente
cara, y fue el Preste Juan el primero que la compró por muchos millones de
dólares; pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se
vende por lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario
como si se tratara de una paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya
ido disminuyendo con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte
francamente barata. Yo se la compré a uno de los ricos propietarios que viven
en esta colina y sólo pagué noventa dólares. Podría venderla hasta por ochenta
y nueve dólares y noventa centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la
botella volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero,
que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta dólares y pico, la
gente supone que uno está bromeando. Y segundo..., pero como eso no corre prisa
que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que
tiene que venderla por moneda acuñada.
— ¿Cómo
sé que todo eso es verdad? —preguntó Keawe.
—Hay
algo que puede usted comprobar inmediatamente —replicó el otro—. Deme sus
cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta dólares vuelvan a
su bolsillo. Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de que consideraré
inválido el trato y le devolveré el dinero.
— ¿No
me está engañando? —dijo Keawe.
El
hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.
—Bueno;
me arriesgaré a eso —dijo Keawe—, porque no me puede pasar nada malo.
Acto
seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó la botella.
—Diablo
de la botella —dijo Keawe—, quiero recobrar mis cincuenta dólares.
Y,
efectivamente, apenas había terminado la frase cuando su bolsillo pesaba ya lo
mismo que antes.
—No hay
duda de que es una botella maravillosa —dijo Keawe.
—Y
ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡que el diablo le acompañe! —dijo el
hombre.
—Un
momento —dijo Keawe—, yo ya me he divertido bastante. Tenga su botella.
—La ha
comprado usted por menos de lo que yo pagué —respondió el hombre, frotándose
las manos—. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo único que
deseo es perderlo de vista cuanto antes.
Con lo
que llamó a su criado chino e hizo que acompañara a Keawe hasta la puerta.
Cuando
Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a pensar.
«Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que haya hecho un
pésimo negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre me haya engañado.»
Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era exacta: cuarenta y nueve
dólares en moneda americana y una pieza de Chile. «Parece que eso es verdad»,
se dijo Keawe. «Veamos otro punto.» Las calles de aquella parte de la ciudad
estaban tan limpias como las cubiertas de un barco, y aunque era mediodía,
tampoco se veía ningún pasajero. Keawe puso la botella en una alcantarilla y se
alejó. Dos veces miró para atrás, y allí estaba la botella de color lechoso y
panza redonda, en el sitio donde la había dejado. Miró por tercera vez y
después dobló una esquina; pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el
codo, y ¡no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a la
redonda panza, estaba bien encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.
—Parece
que también esto es verdad —dijo Keawe.
La
siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y retirarse a
un sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó sacar el corcho, pero
cada vez que lo intentaba la espiral salía otra vez y el corcho seguía tan
entero como al empezar.
—Este
corcho es distinto de todos los demás —dijo Keawe, e inmediatamente empezó a
temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.
Camino
del puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de islas
salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas de
China y Japón y todas esas cosas que los marineros llevan en sus baúles.
Enseguida se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por
cien dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció cinco; pero, en
realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana había soplado nunca
un vidrio como aquél, ni cabía imaginar unos colores más bonitos que los que
brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la que daba
vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante un rato a la
manera de los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la botella a
Keawe por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del
escaparate.
—Ahora
—dijo Keawe— he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta o, para
ser más exactos, por un poco menos, porque uno de mis dólares venía de Chile.
Enseguida averiguaré la verdad sobre otro punto.
Así
que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba la botella, que
había llegado antes que él.
En
aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba Lopaka.
— ¿Qué
te sucede —le preguntó Lopaka— que miras el baúl tan fijamente?
Estaban
solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardaría el secreto y
se lo contó todo.
—Es un
asunto muy extraño —dijo Lopaka—. y me temo que vas a tener dificultades con
esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que tienes asegurados los
problemas, será mejor que obtengas también los beneficios. Decide qué es lo que
deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te compraré la
botella; porque a mí me gustaría tener un velero y dedicarme a comerciar entre
las islas.
—No es
eso lo que me interesa —dijo Keawe—. Quiero una hermosa casa y un jardín en la
costa de Kona, donde nací; y quiero que brille el sol sobre la puerta, y que
haya flores en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y
adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas; exactamente igual que la
casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con balcones alrededor, como
en el palacio del rey; y que pueda vivir allí sin preocupaciones de ninguna
clase y divertirme con mis amigos y parientes.
—Bien
—dijo Lopaka—, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo resulta verdad, como
tú supones, te compraré la botella, como ya he dicho, y pediré una goleta.
Quedaron
de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco regresó a
Honolulu, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas habían
desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente
empezó a dar el pésame a Keawe.
—No sé
por qué me estás dando el pésame —dijo Keawe.
— ¿Es
posible que no te hayas enterado —dijo el amigo— de que tu tío, aquel hombre
tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien parecido, se
ha ahogado en el mar?
Keawe
lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse, se olvidó de la botella.
Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se calmó un poco, le habló
así:
— ¿No
es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el distrito de Kaü?
—No
—dijo Keawe—, en Kaü no: están en la zona de las montañas, un poco al sur de
Hookena.
—Esas
tierras, ¿pasarán a ser tuyas? —preguntó Lopaka.
—Así es
—dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de sus familiares.
—No
—dijo Lopaka—, no te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa: ¿y si todo esto
fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el sitio para hacer la
casa.
—Si es
así —exclamó Keawe—, la botella me hace un flaco servicio matando a mis
parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un sitio así donde vi la
casa con la imaginación.
—La
casa, sin embargo, todavía no está construida —dijo Lopaka.
— ¡Y
probablemente no lo estará nunca! —dijo Keawe—, porque si bien mi tío tenía
algo de café, ava y plátanos, no será más que lo justo para que yo viva
cómodamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.
—Vayamos
al abogado —dijo Lopaka—. Porque yo sigo pensando lo mismo.
Al
hablar con el abogado se enteraron de que el tío de Keawe se había hecho
enormemente rico en los últimos días y que le dejaba dinero en abundancia.
— ¡Ya
tienes el dinero para la casa! —exclamó Lopaka.
—Si
está usted pensando en construir una casa —dijo el abogado—, aquí está la
tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.
— ¡Cada
vez mejor! —exclamó Lopaka—. Está todo muy claro. Sigamos obedeciendo órdenes.
De
manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes proyectos de casas
sobre la mesa.
—Usted
desea algo fuera de lo corriente. ¿Qué le parece esto? —dijo el arquitecto.
Y le
pasó a Keawe uno de los dibujos.
Cuando
Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque representaba exactamente lo
que él había visto con la imaginación.
«Ésta
es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo poco que me gusta cómo
viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale que acepte lo bueno
junto con lo malo.» De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y
cómo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que había que poner en las paredes
y las figuritas para las mesas; y luego le preguntó sin rodeos cuánto le
llevaría por hacerlo todo.
El
arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió la pluma e hizo un cálculo; y al
terminar pidió exactamente la suma que Keawe había heredado.
Lopaka
y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza.
«Está
bien claro», pensó Keawe, «que voy a tener esta casa, tanto si quiero como si
no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo estoy
seguro es de que no voy a formular más deseos mientras siga teniendo esta
botella. Pero de la casa yo no me puedo librar y más valdrá que acepte lo bueno
junto con lo malo.» De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y
firmaron un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de
Australia; porque habían decidido entre ellos que no intervendrían en absoluto,
y dejarían que el arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran
aquella casa como mejor les pareciese.
El
viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiración,
porque había jurado que no formularía más deseos, ni recibiría más favores del
diablo. Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo
que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall
camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho exactamente
de acuerdo con la idea que Keawe tenía en la cabeza.
La casa
se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el
bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la
lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un
jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había un
huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en el lado opuesto; por
delante, mirando al mar, habían plantado el mástil de un barco con una bandera.
En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy
anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro como el
agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas clases adornaban las
habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados: pinturas de
barcos, de hombres luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios más
singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con colores tan
brillantes como las que Keawe encontró colgadas de las paredes de su casa. En
cuanto a los otros objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad; relojes
con carillón y cajas de música, hombrecillos que movían la cabeza, libros
llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones del mundo, y
los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre
solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes habitaciones, tan sólo
pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo
entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía qué
era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde llegaba la brisa
procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las flores, o el balcón
delantero, donde se podía beber el viento del mar, contemplar la empinada
ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por semana
aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas siguiendo
la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.
Después
de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche.
—Bien
—preguntó Lopaka—, ¿está todo tal como lo habías planeado?
—No hay
palabras para expresarlo —contestó Keawe—. Es mejor de lo que había soñado y
estoy que reviento de satisfacción.
—Sólo
queda una cosa por considerar —dijo Lopaka—: todo esto puede haber sucedido de
manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada
que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habría puesto la
mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé; pero creo que no deberías
negarme una prueba más.
—He
jurado que no aceptaré más favores —dijo Keawe—. Creo que ya estoy
suficientemente comprometido.
—No
pensaba en un favor—replicó Lopaka—. Quisiera ver yo mismo al diablo de la
botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de qué
avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo alguna vez, quedaré convencido del
todo. Así que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo aquí
mismo y después de eso te compraré la botella.
—Sólo
hay una cosa que me da miedo —dijo Keawe—. El diablo puede ser una cosa
horrible de ver; y si le pones ojo encima quizá no tengas ya ninguna gana de
quedarte con la botella.
—Soy
una persona de palabra —dijo Lopaka—. Y aquí dejo el dinero, entre los dos.
—Muy
bien —replicó Keawe—. Yo también siento curiosidad. De manera que vamos a
ver... déjenos mirarlo, señor Diablo.
Tan
pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a meterse, tan
rápido como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo
completamente de noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera
algo que decir o hallaran la voz para decirlo; luego Lopaka empujó el dinero
hacia Keawe y recogió la botella.
—Soy
hombre de palabra —dijo—, y bien puedes creerlo, porque de lo contrario no
tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré mi goleta y unos dólares
para el bolsillo; luego me desharé de este demonio tan pronto como pueda.
Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.
—Lopaka
—dijo Keawe—, procura no pensar demasiado mal de mí; sé que es de noche, que
los caminos están mal y que el desfiladero junto a las tumbas no es un buen
sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que he visto el rostro
de ese diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas llevado.
Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella y cualquier cuadro o
adorno de casa que te guste; después quiero que marches inmediatamente y vayas
a dormir a Hookena con Nahinu.
—Keawe
—dijo Lopaka—, muchos hombres se enfadarían por una cosa así; sobre todo
después de hacerte un favor tan grande como es mantener la palabra y comprar la
botella; y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las
tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces más peligrosas para
un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y una botella como ésta bajo
el brazo. Pero como yo también estoy muy asustado, no me siento capaz de
acusarte. Me iré ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz en tu casa y yo
afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al final a pesar del
demonio y de su botella.
De
manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su parte, salió al balcón
delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de la
linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las tumbas de otras
épocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y rezaba
por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel
peligro.
Pero al
día siguiente hizo un tiempo muy hermoso y la casa nueva era tan agradable que
Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los días y Keawe vivía allí en
perpetua alegría. Le gustaba sentarse en el porche de atrás; allí comía,
reposaba y leía las historias que contaban los periódicos de Honolulu; pero
cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para enseñarle las
habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendió por todas partes;
la llamaban Ka-Hale Nui —la Casa Grande— en todo Kona; y a veces la Casa
Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino que se pasaba todo
el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y los dorados,
y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una mañana soleada. En cuanto
a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón con la casa que no podía
pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparecía algún barco
en el mar, izaba su estandarte en el mástil.
Así iba
pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua para visitar a uno de
sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él se marchó lo antes que pudo a
la mañana siguiente y cabalgó muy deprisa, porque estaba impaciente por ver de
nuevo su hermosa casa; y, además, la noche de aquel día era la noche en que los
muertos de antaño salen por los alrededores de Kona; y el haber tenido ya
tratos con el demonio hacía que Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse
con los muertos. Un poco más allá de Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió la
presencia de una mujer que se bañaba a la orilla del mar; parecía una muchacha
bien desarrollada, pero Keawe no pensó mucho en ello.
Luego
vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y después su holoku
rojo; cuando Keawe llegó a su altura la joven había terminado de arreglarse y,
alejándose del mar, se había colocado junto al camino con su holoku
rojo; el baño la había revigorizado y los ojos le brillaban, llenos de
amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.
—Creía
conocer a todo el mundo en esta zona —dijo él—. ¿Cómo es que a ti no te
conozco?
—Soy
Kokua, hija de Kiano —respondió la muchacha—, y acabo de regresar de Oahu.
¿Quién es usted?
—Te lo
diré dentro de poco —dijo Keawe, desmontando del caballo—, pero no ahora mismo.
Porque tengo una idea y si te dijera quién soy, como es posible que hayas oído
hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero
antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?
Al oír
esto Kokua se echó a reír.
—Parece
que es usted quien hace todas las preguntas —dijo ella—. Y usted, ¿está casado?
—No,
Kokua, desde luego que no —replicó Keawe—, y nunca he pensado en casarme hasta
este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al
camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi corazón se ha ido tras de ti
tan veloz como un pájaro. De manera que si ahora no quieres saber nada de mí,
dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven,
dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa de tu padre y mañana
hablaré con él.
Kokua
no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó a reír.
—Kokua
—dijo Keawe—, si no dices nada, consideraré que tu silencio es una respuesta
favorable; así que pongámonos en camino hacia la casa de tu padre.
Ella
fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando miraba para atrás y
luego volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas
del sombrero.
Cuando
llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio la bienvenida a Keawe llamándolo
por su nombre. Al oírlo la muchacha se lo quedó mirando, porque la fama de la
gran casa había llegado a sus oídos; y no hace falta decir que era una gran
tentación. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente; y la muchacha se
mostró muy descarada en presencia de sus padres y estuvo burlándose de Keawe,
porque tenía un ingenio muy vivo. Al día siguiente Keawe habló con Kiano y
después tuvo ocasión de quedarse a solas con la muchacha.
—Kokua
—dijo él—, ayer estuviste burlándote de mí durante toda la velada; y todavía
estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién era porque tengo una casa
muy hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa y muy poco en el hombre
que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo cuanto
antes.
—No
—dijo Kokua; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le preguntó nada más.
Así fue
el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron deprisa; pero aunque una flecha vaya
muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida, las dos pueden dar en el blanco.
Las cosas habían ido deprisa pero también habían ido lejos y el recuerdo de
Keawe llenaba la imaginación de la muchacha; Kokua escuchaba su voz al romperse
las olas contra la lava de la playa, y por aquel joven que sólo había visto dos
veces hubiera dejado padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su
caballo voló por el camino de la montaña bajo el risco donde estaban las
tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe cantando, lleno de alegría,
despertaban al eco en las cavernas de los muertos. Cuando llegó a la Casa
Resplandeciente todavía seguía cantando. Se sentó y comió en el amplio balcón y
el chino se admiró de que su amo continuara cantando entre bocado y bocado. El
sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; y Keawe estuvo paseándose por los
balcones a la luz de las lámparas en lo alto de la montaña y sus cantos
sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.
«Aquí
estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí mismo. «La vida no
puede irme mejor; me hallo en lo alto de una montaña; a mi alrededor, todo lo
demás desciende. Por primera vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi
bañera con agua caliente y fría y dormiré solo en el lecho de la cámara
nupcial.» De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las
calderas; y mientras trabajaba en el sótano oía a su amo cantando alegremente
en las habitaciones iluminadas. Cuando el agua empezó a estar caliente el
criado chino se lo advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de
baño; y el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol se llenaba
de agua; y le oyó cantar también mientras se desnudaba; hasta que, de repente,
el canto cesó. El criado chino estuvo escuchando largo rato; luego alzó la voz
para preguntarle a Keawe si todo iba bien, y Keawe le respondió «Sí», y le
mandó que se fuera a la cama; pero ya no se oyó cantar más en la Casa
Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su
amo pasear sin descanso por los balcones.
Lo que
había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para bañarse, descubrió en
su cuerpo una mancha semejante a la sombra del liquen sobre una roca, y fue
entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto otras manchas parecidas y
supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.
Es bien
triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y también sería muy triste para
cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan cómoda y separarse de todos sus
amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre enormes farallones y
rompientes. Pero ¿qué es eso comparado con la situación de Keawe, que había
encontrado su amor un día antes y lo había conquistado aquella misma mañana, y
que veía ahora quebrantarse todas sus esperanzas en un momento, como se quiebra
un trozo de cristal? Estuvo un rato sentado en el borde de la bañera; luego se
levantó de un salto dejando escapar un grito y corrió afuera; y empezó a andar
por el balcón, de un lado a otro, como alguien que está desesperado.
«No me
importaría dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados», se decía Keawe. «Sin
gran pesar abandonaría mi casa, la de las muchas ventanas, situada tan en lo
alto, aquí en las montañas. No me faltaría valor para ir a Molokai, a Kalaupapa
junto a los farallones, para vivir con los leprosos y dormir allí, lejos de mis
antepasados. Pero ¿qué agravio he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma, para
que haya tenido que encontrar a Kokua cuando salía del mar a la caída de la
tarde? ¡Kokua, la que me ha robado el alma! ¡Kokua, la luz de mi vida! Quizá
nunca llegue a casarme con ella, quizá nunca más vuelva a verla ni a
acariciarla con mano amorosa; ésa es la razón, Kokua, ¡por ti me lamento!»
Tienen
ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podría haber
vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a
sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si tenía que
perder a Kokua. Hubiera podido incluso casarse con Kokua y muchos lo hubieran
hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba a la doncella con amor
varonil, y no estaba dispuesto a causarle ningún daño ni a exponerla a ningún
peligro.
Algo
después de la media noche se acordó de la botella. Salió al porche y recordó el
día en que el diablo se había mostrado ante sus ojos; y aquel pensamiento hizo
que se le helara la sangre en las venas.
«Esa
botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo también es una cosa
horrible y aún más horrible es la posibilidad de arder para siempre en las
llamas del infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de
casarme con Kokua? ¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir una
casa y no voy a enfrentarme con él para recobrar a Kokua?».
Entonces
recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a Honolulu.
«Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka. Porque lo mejor que me
puede suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas tenía de
perder de vista.» No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le
atragantaba; pero mandó una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la
llegada del vapor, se puso en camino y cruzó por delante del risco donde
estaban las tumbas. Llovía; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempló
las negras bocas de las cuevas y envidió a los muertos que dormían en su
interior, libres ya de dificultades; y recordó cómo había pasado por allí al
galope el día anterior y se sintió lleno de asombro. Finalmente llegó a Hookena
y, como de costumbre, todo el mundo se había reunido para esperar la llegada
del vapor. En el cobertizo delante del almacén estaban todos sentados,
bromeando y contándose las novedades; pero Keawe no sentía el menor deseo de
hablar y permaneció en medio de ellos contemplando la lluvia que caía sobre las
casas, y las olas que estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se
acumulaban en su garganta.
—Keawe,
el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido —se decían unos a otros. Así
era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.
Luego
llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La parte posterior del
barco estaba llena de haoles (blancos) que habían ido a visitar el
volcán como tienen por costumbre; en el centro se amontonaban los kanakas,
y en la parte delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Kaü; pero Keawe se
sentó lejos de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver desde el
barco la casa de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla, sobre las
rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un holoku
rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca.
«¡Ah,
reina de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma para
recobrarte!» Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de las
cabinas y los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky
como tienen por costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la
noche. Y todo el día siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de
Molokai, Keawe seguía dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje
dentro de una jaula.
Al caer
la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulu. Keawe
bajó enseguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al parecer se había
convertido en propietario de una goleta —no había otra mejor en las islas— y se
había marchado muy lejos en busca de aventuras, quizá hasta Pola-Pola, de
manera que no cabía esperar ayuda por ese lado. Keawe se acordó de un amigo de
Lopaka, un abogado que vivía en la ciudad (no debo decir su nombre), y preguntó
por él. Le dijeron que se había hecho rico de repente y que tenía una casa
nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio qué pensar a Keawe, e
inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del abogado.
La casa
era muy nueva y los árboles del jardín apenas mayores que bastones; el abogado,
cuando salió a recibirle, parecía un hombre satisfecho de la vida.
— ¿Qué
puedo hacer por usted? —dijo el abogado.
—Usted
es amigo de Lopaka —replicó Keawe—, y Lopaka me compró un objeto que quizá
usted pueda ayudarme a localizar.
El rostro
del abogado se ensombreció.
—No voy
a fingir que ignoro de qué me habla, míster Keawe —dijo—, aunque se trata de un
asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo darle ninguna
seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quizá consiga
averiguar algo.
A
continuación le dio el nombre de una persona que también en este caso será
mejor no repetirlo. Esto sucedió durante varios días, y Keawe fue conociendo a
diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y coches recién estrenados,
y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos aunque, claro está,
cuando alguien aludía al motivo de su visita, sus rostros se ensombrecían.
«No hay
duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe. «Esos trajes nuevos y esos
coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos rostros
satisfechos son los rostros de personas que han conseguido lo que deseaban y
han podido librarse después de ese maldito recipiente. Cuando vea mejillas sin
color y oiga suspiros, sabré que estoy cerca de la botella.» Sucedió que
finalmente le encomendaron que fuera a ver a un haole en Beritania
Street. Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de la cena, Keawe se
encontró con los típicos indicios: nueva casa, jardín recién plantado y luz
eléctrica tras las ventanas; y cuando apareció el dueño un escalofrío de
esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de Keawe, porque tenía delante de él a
un hombre joven tan pálido como un cadáver, con marcadísimas ojeras,
prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.
«Tiene
que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel hombre no le ocultó en
absoluto cuál era su verdadero propósito.
—He
venido a comprar la botella —dijo.
Al oír
aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse
contra la pared.
— ¡La
botella! —susurró—. ¡Comprar la botella!
Dio la
impresión de que estaba a punto de desmayarse y, cogiendo a Keawe por el brazo,
lo llevó a una habitación y escanció dos vasos de vino.
—A su
salud —dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su época
de marinero—. Sí —añadió—, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio
que tiene ahora?
Al oír
esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como si
fuera un fantasma.
—El
precio —dijo—. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el precio?
—Por
eso se lo pregunto —replicó Keawe—. Pero ¿qué es lo que tanto le preocupa? ¿Qué
sucede con el precio?
—La
botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, Mr. Keawe —dijo
el joven tartamudeando.
—Bien,
bien; así tendré que pagar menos por ella —dijo Keawe—. ¿Cuánto le costó a
usted?
El
joven estaba tan blanco como el papel.
—Dos
centavos —dijo.
—
¿Cómo? —exclamó Keawe—, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla por
uno. Y el que la compre... —Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la
botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo de la botella se
quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a
las llamas del infierno.
El
joven de Beritania Street se puso de rodillas.
—
¡Cómprela, por el amor de Dios! —exclamó—. Puede quedarse también con toda mi
fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había malversado fondos en
el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido; hubiera acabado en
la cárcel.
—Pobre
criatura —dijo Keawe—, fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura tan
desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar
cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la botella y el cambio
que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la vuelta de estos cinco
centavos.
Keawe
no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón; la
botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello
le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad. Y, efectivamente, cuando
se desnudó delante de un espejo en la habitación del hotel, su piel estaba tan
sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue que inmediatamente se
operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y
tampoco sentía interés por Kokua; no pensaba más que en una cosa: que estaba
ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no le quedaba otra esperanza
que la de ser para siempre una pavesa en las llamas del infierno. En cualquier
caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos de la imaginación; su alma
se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.
Cuando
Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba una
orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí, entre
caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a Berger
llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un fuego
muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno.
De
repente la orquesta tocó Hiki-ao-ao, una canción que él había cantado
con Kokua, y aquellos acordes le devolvieron el valor.
«Ya
está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto con lo
malo.» Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y tan pronto como fue posible
se casó con Kokua y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la
montaña.
Cuando
los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero tan pronto
como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situación, y oía
crepitar las llamas y veía el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto
que la muchacha se había entregado a él por completo; su corazón latía más
deprisa al verlo, y su mano buscaba siempre la de Keawe; y estaba hecha de tal
manera de la cabeza a los pies que nadie podía verla sin alegrarse. Kokua era
afable por naturaleza. De sus labios salían siempre palabras cariñosas. Le
gustaba mucho cantar y cuando recorría la Casa Resplandeciente gorjeando como
los pájaros era ella el objeto más hermoso que había en los tres pisos. Keawe
la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a esconderse en un rincón y
lloraba y gemía pensando en el precio que había pagado por ella; después tenía
que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en uno de los
balcones, acompañándola en sus canciones y correspondiendo a sus sonrisas con
el alma llena de angustia.
Pero
llegó un día en que Kokua empezó a arrastrar los pies y sus canciones se
hicieron menos frecuentes; y ya no era sólo Keawe el que lloraba a solas, sino
que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la
anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe estaba tan hundido en la
desesperación que apenas notó el cambio, alegrándose tan sólo de tener más
horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino y de no verse
condenado con tanta frecuencia a ocultar un corazón enfermo bajo una cara sonriente.
Pero un
día, andando por la casa sin hacer ruido, escuchó sollozos como de un niño y
vio a Kokua moviendo la cabeza y llorando como los que están perdidos.
—Haces
bien lamentándote en esta casa, Kokua —dijo Keawe—. Y, sin embargo, daría media
vida para que pudieras ser feliz.
—
¡Feliz! —exclamó ella—. Keawe, cuando vivías solo en la Casa Resplandeciente,
toda la gente de la isla se hacía lenguas de tu felicidad; tu boca estaba
siempre llena de risas y de canciones y tu rostro resplandecía como la aurora.
Después
te casaste con la pobre Kokua; y el buen Dios sabrá qué es lo que le falta,
pero desde aquel día no has vuelto a sonreír. ¿Qué es lo que me pasa? Creía ser
bonita y sabía que amaba a mi marido. ¿Qué es lo que me pasa que arrojo esta
nube sobre él?
—Pobre
Kokua —dijo Keawe. Se sentó a su lado y trató de cogerle la mano; pero ella la
apartó—. Pobre Kokua —dijo de nuevo—. ¡Pobre niñita mía! ¡Y yo que creía
ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabrás todo. Así, al
menos, te compadecerás del pobre Keawe; comprenderás lo mucho que te amaba
cuando sepas que prefirió el infierno a perderte; y lo mucho que aún te ama,
puesto que todavía es capaz de sonreír al contemplarte.
Y a
continuación, le contó toda su historia desde el principio.
— ¿Has
hecho eso por mí? —exclamó Kokua—. Entonces, ¡qué me importa nada! —y,
abrazándole, se echó a llorar.
—
¡Querida mía! —dijo Keawe—, sin embargo, cuando pienso en el fuego del
infierno, ¡a mí sí que me importa!
—No
digas eso —respondió ella—; ningún hombre puede condenarse por amar a Kokua si
no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que te salvaré
con estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor y crees que
yo no moriría por salvarte?
—¡Querida
mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la diferencia? —exclamó él—.
Serviría únicamente para que tuviera que esperar a solas el día de mi
condenación.
—Tú no
sabes nada —dijo ella—. Yo me eduqué en un colegio de Honolulu; no soy una
chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi amante. ¿No me has
hablado de un centavo? ¿Ignoras que no todos los países tienen dinero
americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de medio centavo.
¡Qué lástima! —exclamó en seguida—; eso no lo hace mucho mejor, porque el que
comprara la botella se condenaría y ¡no vamos a encontrar a nadie tan valiente
como mi Keawe! Pero también está Francia; allí tienen una moneda a la que
llaman céntimos y de éstos se necesitan aproximadamente cinco para poder
cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor. Vámonos a las islas del
Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que zarpe. Allí tendremos
cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un céntimo: cuatro posibles
ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. ¡Vamos, Keawe mío!
Bésame y no te preocupes más. Kokua te defenderá.
—
¡Regalo de Dios! —exclamó Keawe—. ¡No creo que el Señor me castigue por desear
algo tan bueno! Sea como tú dices; llévame donde quieras: pongo mi vida y mi
salvación en tus manos.
Muy de
mañana al día siguiente Kokua estaba ya haciendo sus preparativos. Buscó el
baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina; luego colocó
sus mejores ropas y los adornos más bonitos que había en la casa.
—Porque
—dijo— si no parecemos gente rica, ¿quién va a creer en la botella?
Durante
todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un pájaro; sólo
cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban de lágrimas y tenía
que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un gran peso de
encima; ahora que alguien compartía su secreto y había vislumbrado una
esperanza, parecía un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y
respirar ya no era una obligación penosa. El terror sin embargo no andaba muy
lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la
esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las llamas y el fuego
abrasador del infierno.
Anunciaron
que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo el mundo le
pareció una cosa extraña, pero más extraña les hubiera parecido la verdad si
hubieran podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulu en el Hall
y de allí a San Francisco en el Umatilla con muchos haoles; y en
San Francisco se embarcaron en el bergantín correo, el Tropic Bird,
camino de Papeete, la ciudad francesa más importante de las islas del sur.
Llegaron allí, después de un agradable viaje, cuando los vientos alisios
soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las
olas, y Motuiti con sus palmeras, y cómo el bergantín se adentraba en el
puerto, y las casas blancas de la ciudad a lo largo de la orilla entre árboles
verdes, y, por encima, las montañas y las nubes de Tahití, la isla prudente.
Consideraron
que lo más conveniente era alquilar una casa, y eligieron una situada frente a
la del cónsul británico; se trataba de hacer gran ostentación de dinero y de
que se les viera por todas partes bien provistos de coches y caballos.
Todo
esto resultaba fácil mientras tuvieran la botella en su poder, porque Kokua era
más atrevida que Keawe y siempre que se le ocurría, llamaba al diablo para que
le proporcionase veinte o cien dólares. De esta forma pronto se hicieron notar
en la ciudad; y los extranjeros procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y
en coche, y los elegantes holokus y los delicados encajes de Kokua
fueron tema de muchas conversaciones.
Se
acostumbraron a la lengua de Tahití, que es en realidad semejante a la de
Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto estuvieron en
condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay que tener en
cuenta que no era un tema fácil de abordar; no era fácil convencer a la gente
de que hablaban en serio cuando les ofrecían por cuatro céntimos una fuente de
salud y de inagotables riquezas. Era necesario además explicar los peligros de
la botella; y, o bien los posibles compradores no creían nada en absoluto y se
echaban a reír, o se percataban sobre todo de los aspectos más sombríos y,
adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y de Kokua, considerándolos
personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de hacer progresos,
los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el mundo les evitaba;
los niños se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa que a Kokua le
resultaba insoportable; los católicos hacían la señal de la cruz al pasar a su
lado y todos los habitantes de la isla parecían estar de acuerdo en rechazar
sus proposiciones.
Con el
paso de los días se fueron sintiendo cada vez más deprimidos. Por la noche,
cuando se sentaban en su nueva casa después del día agotador, no intercambiaban
una sola palabra y si se rompía el silencio era porque Kokua no podía reprimir
más sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban la botella en
el suelo y se pasaban la velada contemplando los movimientos de la sombra en su
interior. En tales ocasiones tenían miedo de irse a descansar.
Tardaba
mucho en llegarles el sueño y si uno de ellos se adormilaba, al despertarse
hallaba al otro llorando silenciosamente en la oscuridad o descubría que estaba
solo, porque el otro había huido de la casa y de la proximidad de la botella
para pasear bajo los bananos en el jardín o para vagar por la playa a la luz de
la luna.
Así fue
como Kokua se despertó una noche y encontró que Keawe se había marchado. Tocó
la cama y el otro lado del lecho estaba frío. Entonces se asustó,
incorporándose. Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas. Había
suficiente claridad en la habitación para distinguir la botella sobre el suelo.
Afuera soplaba el viento y hacía gemir los grandes árboles de la avenida
mientras las hojas secas batían en la veranda. En medio de todo esto Kokua tomó
conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido decir si se trataba de
un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste como la muerte y que le
desgarraba el alma. Kokua se levantó sin hacer ruido, entreabrió la puerta y
contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo los bananos, yacía Keawe
con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar
aquellos gemidos.
La
primera idea de Kokua fue ir corriendo a consolarlo; pero enseguida comprendió
que no debía hacerlo. Keawe se había comportado ante su esposa como un hombre
valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel momento de debilidad.
Ante este pensamiento Kokua retrocedió, volviendo otra vez al interior de la
casa.
« ¡Qué
negligente he sido, Dios mío!», pensó. « ¡Qué débil! Es él, y no yo, quien se
enfrenta con la condenación eterna; la maldición recayó sobre su alma y no
sobre la mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura tan poco
digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de sí
las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí fuera,
iluminado por la luna y azotado por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta ahora
nunca se me ha ocurrido considerar cuál es mi deber, o quizá viéndolo he
preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin alzo mi alma en manos de mi afecto;
ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de mis
amigos que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de
igualar al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca!» Kokua era una mujer
con gran destreza manual y enseguida estuvo preparada. Cogió el cambio, los
preciosos céntimos que siempre tenían al alcance de la mano, porque es una
moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a una oficina del
Gobierno. Cuando Kokua avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes
que ocultaron la luna. La ciudad dormía y la muchacha no sabía hacia dónde
dirigirse hasta que oyó una tos que salía de debajo de un árbol.
—Buen
hombre —dijo Kokua—, ¿qué hace usted aquí solo en una noche tan fría?
El
anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero Kokua logró enterarse
de que era viejo y pobre y un extranjero en la isla.
— ¿Me
haría usted un favor? —dijo Kokua—. De extranjero a extranjera y de anciano a
muchacha, ¿no querrá usted ayudar a una hija de Hawaii?
—Ah
—dijo el anciano—. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y también quieres
perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te aseguro que tu perversidad nada
conseguirá contra mí.
—Siéntese
aquí —le dijo Kokua—, y déjeme que le cuente una historia.
Y le
contó la historia de Keawe desde el principio hasta el fin.
—Y yo
soy su esposa —dijo Kokua al terminar—; la esposa que Keawe compró a cambio de
su alma. ¿Qué debo hacer? Si fuera yo misma a comprar la botella, no aceptaría.
Pero si va usted, se la dará gustosísimo; me quedaré aquí esperándole: usted la
comprará por cuatro céntimos y yo se la volveré a comprar por tres. ¡Y que el
Señor dé fortaleza a una pobre muchacha!
—Si
trataras de engañarme —dijo el anciano—, creo que Dios te mataría.
—¡Sí
que lo haría! —exclamó Kokua—. No le quepa duda. No podría ser tan malvada.
Dios no lo consentiría.
—Dame
los cuatro céntimos y espérame aquí —dijo el anciano.
Ahora
bien, cuando Kokua se quedó sola en la calle, todo su valor desapareció. El
viento rugía entre los árboles y a ella le parecía que las llamas del infierno
estaban ya a punto de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y
le parecían las manos engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera
tenido fuerzas, habría echado a correr y de no faltarle el aliento habría
gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se quedó temblando en la avenida como
una niñita muy asustada.
Luego
vio al anciano que regresaba trayendo la botella.
—He
hecho lo que me pediste —dijo al llegar junto a ella—. Tu marido se ha quedado
llorando como un niño; dormirá en paz el resto de la noche.
Y
extendió la mano ofreciéndole la botella a Kokua.
—Antes
de dármela —jadeó Kokua— aprovéchese también de lo bueno: pida verse libre de
su tos.
—Soy
muy viejo —replicó el otro—, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar
favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges la botella? ¿Acaso
dudas?
— ¡No,
no dudo! —exclamó Kokua—. Pero me faltan las fuerzas. Espere un momento. Es mi
mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en presencia de ese objeto
maldito. ¡Un momento tan sólo!
El
anciano miró a Kokua afectuosamente.
—¡Pobre
niña! —dijo—; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me quedaré yo con
ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en este mundo. En cuanto a lo
otro...
—¡Démela!
—jadeó Kokua—. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan vil como para eso? Deme
la botella.
—Que
Dios te bendiga, hija mía —dijo el anciano.
Kokua
ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del anciano y echó a andar
por la avenida sin preocuparse de saber en qué dirección.
Porque
ahora todos los caminos le daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al
infierno.
Unas
veces iba andando y otras corría; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el
polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que había oído sobre el infierno le
volvía ahora a la imaginación; contemplaba el brillo de las llamas, se
asfixiaba con el acre olor del humo y sentía deshacerse su carne sobre los
carbones encendidos.
Poco
antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa. Keawe dormía igual que
un niño, tal como el anciano le había asegurado.
Kokua
se detuvo a contemplar su rostro.
—Ahora,
esposo mío —dijo—, te toca a ti dormir. Cuando despiertes podrás cantar y reír.
Pero la pobre Kokua, que nunca quiso hacer mal a nadie, no volverá a dormir
tranquila, ni a cantar ni a divertirse.
Después
Kokua se tumbó en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan grande que cayó
al instante en un sopor profundísimo.
Su
esposo se despertó ya avanzada la mañana y le dio la buena noticia. Era como si
la alegría lo hubiera trastornado, porque no se dio cuenta de la aflicción de
Kokua, a pesar de lo mal que ella la disimulaba. Aunque las palabras se le
atragantaran, no tenía importancia; Keawe se encargaba de decirlo todo. A la
hora de comer no probó bocado, pero ¿quién iba a darse cuenta?, porque Keawe no
dejó nada en su plato.
Kokua
lo veía y le oía como si se tratara de un mal sueño; había veces en que se
olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada
y escuchar a su marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba
demasiado monstruoso.
Mientras
tanto Keawe comía y charlaba, hacía planes para su regreso a Hawaii, le daba
las gracias a Kokua por haberlo salvado, la acariciaba y le decía que en
realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe empezó a reírse del viejo que
había sido lo suficientemente estúpido como para comprar la botella.
—Parecía
un anciano respetable —dijo Keawe—. Pero no se puede juzgar por las
apariencias, porque ¿para qué necesitaría la botella ese viejo réprobo?
—Esposo
mío —dijo Kokua humildemente—, su intención puede haber sido buena.
Keawe
se echó a reír muy enfadado.
—
¡Tonterías! —exclamó acto seguido—. Un viejo pícaro, te lo digo yo; y estúpido
por añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro céntimos, pero
por tres será completamente imposible. Apenas queda margen y todo el asunto
empieza a oler a chamusquina... —dijo Keawe, estremeciéndose—. Es cierto que yo
la compré por un centavo cuando no sabía que hubiera monedas de menos valor.
Pero es absurdo hacer una cosa así; nunca aparecerá otro que haga lo mismo, y
la persona que tenga ahora esa botella se la llevará consigo a la tumba.
— ¿No
es una cosa terrible, esposo mío —dijo Kokua—, que la salvación propia
signifique la condenación eterna de otra persona? Creo que yo no podría tomarlo
a broma. Creo que me sentiría abatido y lleno de melancolía. Rezaría por el
nuevo dueño de la botella.
Keawe
se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que encerraban las palabras de
Kokua.
—
¡Tonterías! —exclamó—. Puedes sentirte llena de melancolía si así lo deseas.
Pero no me parece que sea ésa la actitud lógica de una buena esposa. Si
pensaras un poco en mí, tendría que darte vergüenza.
Luego
salió y Kokua se quedó sola.
¿Qué
posibilidades tenía ella de vender la botella por dos céntimos? Kokua se daba
cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ahí estaba
su marido empeñado en devolverla a toda prisa a un país donde no había ninguna
moneda inferior al centavo. Y ahí estaba su marido abandonándola y
recriminándola a la mañana siguiente después de su sacrificio.
Ni
siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limitó a
quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con indecible
horror y otras volvía a esconderla llena de aborrecimiento.
A la
larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un paseo en coche.
—Estoy
enferma, esposo mío —dijo ella—. No tengo ganas de nada. Perdóname, pero no me
divertiría.
Esto
hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le
entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokua
tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.
— ¡Eso
es lo que piensas de verdad —exclamó—, y ése es el afecto que me tienes! Tu
marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna a la que se arriesgó por
tu amor y ¡tú no tienes ganas de nada! Kokua, tu corazón es un corazón desleal.
Keawe
volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por la
ciudad.
Se
encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un
coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.
Uno de
los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido
contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario
en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a
los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a
ninguno de ellos le quedaba más dinero.
— ¡Eh,
tú! —dijo el contramaestre—, siempre estás diciendo que eres rico. Que tienes
una botella o alguna tontería parecida.
—Sí
—dijo Keawe—, soy rico, volveré a la ciudad y le pediré algo de dinero a mi
mujer, que es la que lo guarda.
—Ése
no es un buen sistema, compañero —dijo el contramaestre—. Nunca confíes tu
dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas de vista.
Aquellas
palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le había enturbiado el
cerebro.
«No me
extrañaría que fuera falsa», pensó. « ¿Por qué tendría que entristecerle tanto
mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan fácilmente.
La pillaré in fraganti.» De manera que cuando regresaron a la ciudad,
Keawe le pidió al contramaestre que le esperara en la esquina, junto a la
cárcel vieja, y él siguió solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era
otra vez de noche; dentro había una luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dio
la vuelta a la casa, abrió con mucho cuidado la puerta de atrás y miró dentro.
Kokua
estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; delante había una botella
de color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y mientras
la contemplaba, Kokua se retorcía las manos.
Keawe
se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz de
reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido válida y de que la
botella hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco; y al
pensar en esto notó que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se
esfumaron de su cabeza como la neblina desaparece de un río con los primeros
rayos del sol. Después se le ocurrió otra idea. Era una idea muy extraña e hizo
que le ardieran las mejillas.
«Tengo
que asegurarme de esto», pensó.
De
manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo haciendo
mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abrió la puerta principal
ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokua estaba sentada en una silla
y se sobresaltó como alguien que se despierta.
—He
estado bebiendo y divirtiéndome todo el día —dijo Keawe—. He encontrado unos
camaradas muy simpáticos y vengo sólo a por más dinero para seguir bebiendo y
corriéndonos la gran juerga.
Tanto
su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokua estaba
demasiado preocupada para darse cuenta.
—Haces
muy bien en usar de tu dinero, esposo mío —dijo ella con voz temblorosa.
—Ya sé
que hago bien en todo —dijo Keawe, yendo directamente hacia el baúl y cogiendo
el dinero. Pero también miró detrás, en el rincón donde guardaba la botella,
pero la botella no estaba allí.
Entonces
el baúl empezó a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse como una
espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba perdido, y que no le
quedaba ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó; «es ella la que ha
comprado la botella.» Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el
sudor le corría por la cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia
y tan frío como si fuera agua de pozo.
—Kokua
—dijo Keawe—, esta mañana me he enfadado contigo sin razón alguna. Ahora voy
otra vez a divertirme con mis compañeros —añadió, riendo sin mucho entusiasmo—.
Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes de marcharme.
Un
momento después Kokua estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba mientras
ríos de lágrimas corrían por sus mejillas.
— ¡Sólo
quería que me dijeras una palabra amable! —exclamó ella.
—Ojalá
que nunca volvamos a pensar mal el uno del otro —dijo Keawe; acto seguido
volvió a marcharse.
Keawe
no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un céntimo
que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que no tenía ningún deseo de
seguir bebiendo. Puesto que su mujer había dado su alma por él, Keawe tenía
ahora que dar la suya por Kokua; no era posible pensar en otra cosa.
En la
esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el contramaestre.
—Mi
mujer tiene la botella —dijo Keawe—, y si no me ayudas a recuperarla, se habrán
acabado el dinero y la bebida por esta noche.
— ¿No
querrás decirme que esa historia de la botella va en serio? —exclamó el
contramaestre.
—Pongámonos
bajo el farol —dijo Keawe— ¿Tengo aspecto de estar bromeando?
—Debe
ser cierto —dijo el contramaestre—, porque estás tan serio como si vinieras de un
entierro.
—Escúchame,
entonces —dijo Keawe—; aquí tienes dos céntimos; entra en la casa y ofréceselos
a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la entregará
inmediatamente. Tráemela aquí y yo te la volveré a comprar por un céntimo;
porque tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma inferior
a la de la compra. Pero en cualquier caso no le digas una palabra de que soy yo
quien te envía.
—Compañero,
¿no te estarás burlando de mí? —quiso saber el contramaestre.
—Nada
malo te sucedería aunque fuera así —respondió Keawe.
—Tienes
razón, compañero —dijo el contramaestre.
—Y si
dudas de mí —añadió Keawe— puedes hacer la prueba. Tan pronto como salgas de la
casa, no tienes más que desear que se te llene el bolsillo de dinero, o una
botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te ocurra y comprobarás
enseguida el poder de la botella.
—Muy
bien, kanaka —dijo el contramaestre—. Haré la prueba; pero si te estás
divirtiendo a mi costa, te aseguro que yo me divertiré después a la tuya con
una barra de hierro.
De
manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe se quedó esperándolo.
Era muy cerca del sitio donde Kokua había esperado la noche anterior; pero
Keawe estaba más decidido y no tuvo un solo momento de vacilación; sólo su alma
estaba llena del amargor de la desesperación.
Le
pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que alguien se acercaba,
cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció enseguida la voz del
contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la impresión de estar
mucho más borracho que antes.
El
contramaestre en persona apareció poco después, tambaleándose, bajo la luz del
farol.
Llevaba la botella del
diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y aún tuvo tiempo de
llevársela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el círculo iluminado.
—Ya veo
que la has conseguido —dijo Keawe.
—
¡Quietas las manos! —gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás—. Si te
acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a poder utilizarme, ¿no
es cierto?
—¿Qué
significa esto? —exclamó Keawe.
— ¿Qué
significa? —repitió el contramaestre—. Que esta botella es una cosa
extraordinaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa. Cómo la he
conseguido por dos céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí estoy
seguro de que no te la voy a dar por uno.
—¿Quieres
decir que no la vendes? —jadeó Keawe.
—
¡Claro que no! —exclamó el contramaestre—. Pero te dejaré echar un trago de
ron, si quieres.
—Has de
saber —dijo Keawe— que el hombre que tiene esa botella terminará en el
infierno.
—Calculo
que voy a ir a parar allí de todas formas —replicó el marinero—, y esta botella
es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No, señor! —exclamó de
nuevo—; esta botella es mía ahora y ya puedes ir buscándote otra.
— ¿Es
posible que sea verdad todo esto? —exclamó Keawe—. ¡Por tu propio bien, te lo
ruego, véndemela!
—No me
importa nada lo que digas —replicó el contramaestre—. Me tomaste por tonto y ya
ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un trago de ron me lo tomaré yo.
¡A tu salud y que pases buena noche!
Y acto
seguido continuó andando, camino de la ciudad; y con él también la botella
desaparece de esta historia.
Pero
Keawe corrió a reunirse con Kokua con la velocidad del viento; y grande fue su
alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que colma todos
sus días en la Casa Resplandeciente.
Apia, Upolu, Islas de Samoa, 1889