Val la pena revisar la típica història que només pot ser possible en el món dels contes: Rapunxó, també coneguda com Rapuncel o Rapunzel.
Fantàstica història recollida pels germans Grimm que ens parla de l'esclavitud paternal en què sovint es veien abocades algunes donzelles per tal de mantenir intacta la seva puresa. Se li poden buscar moltes reflexions, però per mi no deixa de ser un conte-antídot per donar algun bri d'esperança a les noies que havien d'estar tancades en una torre i incomunicades de la resta del món per preservar les seves virtuts. Si ho analitzem amb més deteniment s'hi poden trobar referències de tota mena que poden tenir la seva particular simbologia. Les més evidents serien aquestes: descendència, bellesa, rapte, innocència, credulitat, cabell, adolescència, valor, joventut i enamorament.
Així que tenim un senzill, famós i -aparentment- innocent conte que ens parla de com només el vertader amor pot alliberar de la maldat de la mesquinesa envejosa.
Rapuncel (Rapunzel, Rapónchigo, Rapunxó)
Érase
una vez un hombre y una mujer que llevaban mucho tiempo deseando inútilmente
tener un hijo; por fin se forjó la mujer esperanzas de que Dios Nuestro Señor
cumpliría su deseo. La pareja tenía una casa con una ventanilla en la parte
trasera; a través de ella podía verse un espléndido huerto, lleno de las más
hermosas flores v plantas; pero estaba rodeado por un alto muro v nadie se
atrevía a entrar en él, porque pertenecía a una bruja de gran poder que era
temida por todo el mundo. Un buen día se encontraba la mujer junto a la ventana
mirando el jardín; entonces advirtió una era sembrada con los más hermosos
rapónchigos; y se veían tan frescos y verdes que le abrieron el apetito y
sintió el antojo inmenso de comer algunos. El antojo aumentaba de día en día, y
como sabía que no podría conseguir ni uno solo, decayó y adquirió un aspecto
pálido y demacrado. Entonces el hombre se asustó y le pregunto:
— ¿Qué te ocurre, esposa mía?
—
¡Ay! —respondió—; si no consigo unos rapónchigos del huerto que está detrás de
nuestra casa, moriré.
El hombre, que la quería mucho, pensó: «Antes de
permitir que muera tu mujer, tráele esos rapónchigos, cueste lo que cueste.»
Así que al atardecer saltó el muro que daba al jardín de la bruja, arrancó de
prisa y corriendo un manojo de rapónchigos y se lo llevó a su mujer. Ella hizo
inmediatamente una ensalada y se la comió ávidamente. Pero le gustaron tanto,
tanto, que al día siguiente su apetito se había triplicado. Para que se
tranquilizase, el hombre tuvo que volver a saltar al jardín. Así que trepó otra
vez por el muro al atardecer, pero al saltar al otro lado se llevó un susto
enorme, pues vio ante sí a la bruja.
—¿Cómo puedes atreverte —dijo
la bruja, lanzándole una mirada de indignación— a saltar a mi huerto y a quitarme,
como un ladrón, mis rapónchigos? ¡Esto lo pagarás caro!
— ¡Ay! —respondió el hombre—;
tened compasión, sólo la necesidad me ha llevado a ello; mi mujer vio los
rapónchigos desde la ventana y le entraron unas ganas tan grandes de comérselos
que hubiese muerto de no haber podido hacerlo.
Entonces la bruja se apaciguó y
le dijo:
—Si es como dices te permitiré
que cojas todos los rapónchigos que quieras; sólo te pongo una condición:
tendrás que darme a la criatura que tu mujer traiga al mundo. No le pasará
nada, y yo la cuidaré como una madre.
Lleno de miedo, el hombre
asintió, y cuando la mujer dio a luz vino inmediatamente la bruja, dio a la
criatura el nombre de Rapónchigo y se
la llevó consigo.
Rapónchigo era la niña más
hermosa del mundo. Cuando cumplió doce años, la bruja la encerró en una torre
que se encontraba en un bosque y que no tenía puerta ni escalera; tan sólo una
ventanita en todo lo alto. Cuando la bruja quería subir se ponía al pie de la
torre y llamaba:
—Rapónchigo, Rapónchigo, suéltame tu pelo.
Rapónchigo tenía una espléndida
y larga cabellera, reluciente como el oro. Cuando oía la voz de la bruja se
soltaba las trenzas, las ataba a un gancho de la ventana y dejaba caer sus
cabellos unas veinte varas para que la bruja trepara hasta arriba.
Pasados algunos años ocurrió que el hijo del
rey, cabalgando un día por el bosque, pasó cerca de la torre. Entonces oyó un
canto tan melodioso que se detuvo. Era Rapónchigo que, en su soledad, se
entretenía entonando su dulce voz. El príncipe quiso subir a verla y buscó la
puerta de la torre, pero no la encontró. Volvió a su palacio, mas el canto lo
había impresionado tanto que todos los días iba al bosque a escucharlo. Estando
en una ocasión tras un árbol, vio venir a la bruja v oyó cómo llamaba:
—Rapónchigo, Rapónchigo, suéltame tu pelo.
Entonces soltó Rapónchigo las
trenzas y la bruja trepó por ellas. «Si esa es la escalera por la que se sube,
mañana probaré fortuna», se dijo el príncipe.
Y al día siguiente, cuando
empezó a oscurecer, fue a la torre y llamó:
—Rapónchigo, Rapónchigo, suéltame tu pelo.
Inmediatamente
cayeron los cabellos y el príncipe trepó por ellos.
Al principio Rapónchigo se
asustó muchísimo porque nunca habían visto sus ojos a una persona como el príncipe;
pero éste empezó a hablarla muy amistosamente y le contó que había quedado tan
impresionado por su canto que no hubiera podido vivir tranquilo sin verla.
Entonces perdió Rapónchigo el miedo, v cuando el príncipe le preguntó si lo
aceptaba por esposo vio que era joven v bien parecido, y pensó: «Este me va a
querer más que la vieja señora Gothel»; así que le dijo que sí y le estrechó la
mano. Y añadió:
—Me
iría gustosa contigo, pero no sé cómo bajar de aquí. Cuando vengas otra vez
trae una cuerda de seda; con ella haré una escalera, y cuando esté lista bajaré
y me llevarás en tu caballo.
Acordaron que hasta entonces
vendría él todas las noches; pues de día venia la vieja. De nada se percató
ésta hasta que una vez la dijo Rapónchigo:
—Dígame,
señora Gothel, ¿cómo es que usted me pesa más al subir que el joven príncipe
que dentro de un momento estará conmigo?
— ¡Ah, tú, hija del diablo!
—exclamo la bruja—; ¡qué es lo que tengo que oír decir! ¡Y yo que creía haberte
apartado del mundo! ¡Tú me has engañado!
En
un arranque de ira, cogió los hermosos cabellos de Rapónchigo, les dio unas
cuantas vueltas con la mano izquierda, empuñó unas tijeras con la derecha y, ¡zis,
zas!, se los cortó de raíz; y las hermosas trenzas rodaron por tierra. Y fue
tan despiadada que se llevó a la pobre Rapónchigo a un desierto, donde vivía
con gran penuria en la desolación.
Y el mismo día, después de
expulsar a Rapónchigo, la bruja amarro las cortadas trenzas en el gancho de la
ventana, y cuando vino el príncipe y llamó:
—Rapónchigo, Rapónchigo, suéltame tu pelo.
Las dejó caer. El príncipe trepó, pero arriba no
encontró a su querida Rapónchigo, sino a una bruja que le miraba con malos y
pérfidos ojos.
—¡Hola! —exclamo la bruja
irónicamente—. Vienes a ver a tu queridita, pero el lindo pajarillo ya no está
en la jaula y no cantará más; el gato se lo llevó y ahora te sacará a ti los
ojos. Perdiste a Rapónchigo para siempre; nunca volverás a verla.
El príncipe quedó traspasado de
dolor y, en su desesperación, saltó por la ventana. No perdió la vida, pero cayó
sobre unos pinchos que se le clavaron en los ojos. Erró, ciego desde entonces,
no comiendo más que raíces y bayas y sin hacer otra cosa que gemir, llorando la
pérdida de su querida mujer.
Así anduvo vagando durante algunos años, hasta que llegó al fin al desierto donde vivía miserablemente Rapónchigo, con dos mellizos que había parido: un niño y una niña.
El
príncipe oyó su voz, y tan familiar le pareció, que fue hacia ella; Rapónchigo
lo reconoció, se echó en sus brazos y lloró sobre él. Pero dos de sus lágrimas
cayeron en los ojos del príncipe y los aclararon; entonces pudo ver mejor que
antes. Se la llevó a su reino, donde fue recibido con alegría, y vivieron
felices y contentos durante muchos años.