diumenge, 5 de febrer del 2023

Momo

Vet aquí una història ben original, la del conte i la que em va passar llegint el llibre.

Michael Ende, autor de llibres tan famosos com Jim Botó i en Lluc el maquinista, o La història interminable, va escriure Momo l’any 1973, una història que ha estat molt important a la meva vida. El llibre té dues lectures (com a mínim), una de més infantil i una altra més profunda que pot fer un adult. Totes dues son prou interessants. Hi ha bons i dolents, amistats commovedores, qualitats sorprenents, diàlegs filosòfics i parla abastament d’una qualitat comuna i clarament en desús: la capacitat de saber escoltar.

Recordo perfectament quan i en quines circumstàncies vaig llegir el llibre. Era en un tren de Barcelona a Madrid. Momo em va seduir des de les primeres pàgines. Recordo haver passat una estona feliç. Setmanes més tard parlava amb un amic de la feina de com em va sorprendre aquesta historieta i li vaig recomanar. Ens vam acomiadar i ja no hi vaig pensar més fins que ben tard em va desperta el timbre del telèfon. Era en Jordi, el meu amic, que ben excitat em parlava que en començar el llibre ja no el va poder deixar fins acabar-lo i que li havia agradat tant. Vaja, estava entusiasmat!

No va ser fins que el vaig llegir per segona vegada que em vaig adonar de tot el potencial que tenia aquesta història i que tenia fragments brillants per treballar a l'escola. Des d’aleshores vaig incorporar aquesta lectura a les meves classes. Una manera interessant de fer-ho era triar fragments i llegir-los a la classe. Aviat em vaig adonar que no només feia llengua sinó teatre, tutoria i filosofia.

Sempre he recomanat explicar contes un cop el tens memoritzats, però també és important llegir contes (sobretot si estan ben escrits i el vocabulari és ric) i, més que llegir, interpretar un text amb tot el luxe possible d'onomatopeies i veus estrafetes. Amb aquest llibre les possibilitats són infinites.

A continuació selecciono només tres fragments: el que parla de la seva extraordinària qualitat, la de com es pot jugar amb Momo i la meva preferida, la que presenta una joguina ben absurda.

Finalment dir que he triat la traducció en castellà per dues raons: 1. És l’idioma en què vaig llegir per primera vegada el llibre; 2. La traducció en català no em convenç.


Momo

(…) Se podía pensar que Momo había tenido mucha suerte al haber encontrado gente tan amable, y la propia Momo lo pensaba así. Pero también la gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha suerte. Necesitaban a Momo, y se preguntaban cómo habían podido pasar sin ella antes. Y cuanto más tiempo se quedaba con ellos la niña, tanto más imprescindible se hacía, tan imprescindible que todos temían que algún día pudiera marcharse.

De ahí viene que Momo tuviera muchas visitas. Casi siempre se veía a alguien sentado con ella, que le hablaba solícitamente. Y el que la necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. Y a quien todavía no se había dado cuenta de que la necesitaba, le decían los demás:

—¡Vete con Momo!

Estas palabras se convirtieron en una frase hecha entre la gente de las cercanías. Igual que se dice: “¡Buena suerte!”, o “¡Qué aproveche!”, o “¡Y qué sé yo!”, se decía, en toda clase de ocasiones: “¡Vete con Momo!”.

Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan increíblemente lista que tenía un buen consejo para cualquiera? ¿Encontraba siempre las palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía hacer juicios sabios y justos?

No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía hacer nada de todo eso.

Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que —ya que vivía en una especie de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?

No, tampoco era eso.

¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en las líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo?

Nada de eso.

Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar.

Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.

Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.

Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.

¡Así sabía escuchar Momo!

(…)


(…)

Se entiende que al escuchar, Momo no hacía ninguna diferencia entre adultos y niños. Pero los niños tenían otra razón más para que les gustara tanto ir al viejo anfiteatro. Desde que Momo estaba allí, sabían jugar como nunca habían jugado. No les quedaba ni un solo momento para aburrirse. Y eso no se debía a que Momo hiciera buenas sugerencias. No, Momo simplemente estaba allí y participaba en el juego. Y por eso —no se sabe cómo— los propios niños tenían las mejores ideas. Cada día inventaban un juego nuevo, más divertido que el anterior.

Una vez, era un día pesado y bochornoso, había unos diez u once niños sentados en las gradas de piedra esperando a Momo, que se había ido a dar una vuelta, según solía hacer alguna vez. El cielo estaba encapotado con unas nubes plomizas. Probablemente habría pronto una tormenta.

—Yo me voy a casa —dijo una niña que llevaba un hermanito pequeño—. El rayo y el trueno me dan miedo.

—¿Y en casa? —preguntó un niño que llevaba gafas—, ¿es que en casa no te dan miedo?

—Sí —dijo la niña.

—Entonces, igual te puedes quedar aquí —respondió el niño.

La niña se encogió de hombros y asintió. Al cabo de un rato dijo:

—A lo mejor Momo ni siquiera viene.

—¿Y qué? —se mezcló en la conversación un chico con aspecto un tanto descuidado—. Aun así podemos jugar a cualquier cosa, sin Momo.

—Bien, pero, ¿a qué?

—No lo sé. A cualquier cosa.

—Cualquier cosa no es nada. ¿Alguien tiene una idea?

—Yo sé una cosa —dijo un chico con una aguda voz de niña—: podríamos jugar a que las ruinas son un gran barco, y navegamos por mares desconocidos y vivimos aventuras. Yo soy el capitán, tú eres el primer oficial, y tú eres un investigador, porque es un viaje de exploración, ¿sabéis? Y los demás sois marineros.

—Y nosotras, las niñas, ¿qué somos?

—Vosotras sois marineras; se trata de un barco del futuro.

¡Eso es un buen plan! Intentaron jugar, pero no conseguían ponerse de acuerdo y el juego no funcionaba. Al rato, todos volvían a estar sentados en las gradas y esperaban.

Entonces llegó Momo.

La espuma saltaba furiosa cuando la proa cortaba el agua. El buque oceanográfico “Argo” cabeceaba majestuosamente en el oleaje mientras avanzaba tranquilamente, a toda máquina, por el mar del coral del sur. Nadie recordaba que un barco se hubiese atrevido a navegar por estos mares peligrosos, llenos de bajíos, arrecifes de coral y monstruos marinos desconocidos. Había aquí, sobre todo, lo que llamaban el “tifón eterno”, un ciclón que nunca descansaba. Recorría incansable esos mares buscando víctimas como si fuera un ser vivo, incluso astuto. Su camino era impredecible. Y todo lo que caía en las garras de ese huracán no volvía a aparecer hasta que quedaba reducido a astillas.

Bien es cierto que la nave expedicionaria “Argo” estaba muy bien preparada para un encuentro con el “ciclón andarín”. Estaba hecha enteramente de acero especial, azul, elástico e irrompible como una espada toledana. Y, merced a un sistema de construcción especial, estaba fundido enteramente de una pieza, sin ninguna soldadura.

Aún así, es difícil que otro capitán y otra tripulación hubieran tenido el valor de exponerse a estos peligros. Pero el capitán Gordon tenía mucho valor. Desde el puente de mando miraba orgulloso a sus marineros y marineras, todos ellos grandes especialistas en sus respectivos campos.

Al lado del capitán estaba su primer oficial, don Melú, un lobo de mar de los que quedan pocos; había sobrevivido a ciento veintisiete huracanes.

Un poco más atrás, en la toldilla, se podía ver al profesor Quadrado, director científico de la expedición, con sus dos auxiliares, Mora y Sara, que merced a su prodigiosa memoria suplían bibliotecas enteras. Los tres estaban inclinados sobre sus instrumentos de precisión y se consultaban en su complicada jerga científica.

Un poco más allá estaba, en cuclillas, la bella nativa Momosan. De vez en cuando el profesor le preguntaba acerca de algún detalle de esos mares y ella le respondía en su hermoso dialecto hula, que sólo el profesor entendía.

El objetivo de la expedición era hallar las causas del “tifón andarín” y, de ser posible, eliminarlo, para que esos mares volvieran a ser navegables para los demás barcos. Pero, de momento todo seguía tranquilo, y no había indicio de tempestad.

De repente, un grito del vigía arrancó al capitán de sus pensamientos.

—¡Capitán! —gritó desde la cofa haciendo bocina con las manos—. Si no estoy loco veo ahí delante una isla de cristal.

El capitán y don Melú miraron inmediatamente a través de sus catalejos. También el profesor Quadrado y sus auxiliares se acercaron, interesados. Sólo la bella nativa se quedó tranquilamente sentada. Las misteriosas costumbres de su pueblo le prohibían mostrar curiosidad. Pronto llegaron a la isla de cristal. El profesor bajó del barco por una escala de cuerda y pisó el suelo transparente. Éste era enormemente resbaladizo y al profesor Quadrado le costaba mucho mantenerse en pie.

La isla era totalmente redonda y tenía un diámetro de unos veinte metros. Hacia el centro se levantaba como una cúpula. Cuando el profesor hubo alcanzado el lugar más alto pudo distinguir claramente una luz titilante en su interior.

Comunicó sus observaciones a los demás, que esperaban, atentos, apoyados en la borda.

—Según eso —dijo la auxiliar Mora—, debe de tratarse de una Cestapuntia briscatesia.

—Puede ser —dijo la auxiliar Sara—, pero también puede ser un Códulo leporífero.

El profesor Quadrado se enderezó, se ajustó las gafas y gritó hacia el puente:

—En mi opinión, tenemos que vérnoslas con una variedad del Comodus intarsicus común. Pero no podremos estar seguros hasta no haberlo visto por debajo.

Al instante se echaron al agua tres de las marineras que eran, además, submarinistas de fama mundial y que, mientras tanto, ya se habían vestido con sus trajes de inmersión.

Durante un rato, no se vieron en la superficie del mar más que montones de burbujas, pero de repente sacó la cabeza del agua una de las niñas, de nombre Sandra, que gritó con voz entrecortada:

—Es una medusa gigante. Las otras dos submarinistas están atrapadas entre los tentáculos y no pueden soltarse. Tenemos que ayudarlas antes de que sea demasiado tarde.

Dicho esto, volvió a sumergirse.


Inmediatamente se lanzaron al agua cien expertos hombres-rana a las órdenes del capitán Blanco, conocido por el apodo de “el Delfín”. Bajo el agua comenzó un combate increíble, y el mar se cubrió de espuma. Pero ni siquiera esos valerosos marineros consiguieron librar a las dos chicas de los terribles tentáculos. La fuerza de la gigantesca medusa era demasiado grande.

—Hay en ese mar alguna cosa —dijo el profesor, con la frente arrugada, a sus dos auxiliares— que provoca el gigantismo en los seres vivos. Esto es sumamente interesante.

Mientras tanto, el capitán Gordon y su primer oficial don Melú, que habían estado conferenciando, habían tomado una decisión.

—¡Atrás! —gritó don Melú—. ¡Todo el mundo a bordo! Partiremos al monstruo en dos, si no, no podremos librar a las dos marineras. “El Delfín” y sus hombres volvieron a subir a bordo. El “Argo” retrocedió un poco y se lanzó después con toda su potencia avante, hacia la medusa gigante. La proa del buque era aguda como una cuchilla de afeitar. Cortó la medusa en dos mitades, sin que a bordo se notara apenas un pequeño temblor. La maniobra no carecía de peligro para las dos submarinistas presas entre los tentáculos, pero el primer oficial había calculado su posición con la mayor exactitud y pasó por medio de las dos. Al instante, los tentáculos del monstruo perdieron toda su fuerza y las dos prisioneras pudieron librarse de ellos.

Fueron recibidas jubilosamente a bordo. El profesor Quadrado se acercó a las dos muchachas y les dijo:

—Ha sido culpa mía. No debería haberos enviado. Perdonadme por haberos puesto en peligro.

—No hay nada que perdonar, profesor —respondió una de las chicas con una risa alegre—. Al fin y al cabo nos hemos embarcado para eso.

A lo que la otra chica añadió:

—El peligro es nuestra profesión.

Ya no quedaba tiempo para más palabras. Durante los trabajos de rescate, el capitán y la tripulación se habían olvidado de observar el mar. De modo que sólo ahora, en el último instante, se dieron cuenta de que por el horizonte había aparecido el “tifón andarín” que se dirigía a toda velocidad hacia el “Argo”.

Llegó al barco una primera ola, impresionante, lo alzó en su cresta y lo lanzó por una sima acuosa de cincuenta metros de profundidad, por lo menos. De haberse tratado de una tripulación menos experta y valerosa que la del “Argo”, en este primer embate la mitad habría sido arrastrada por la borda, mientras que la otra mitad se habría desmayado. Pero el capitán Gordon estaba bien plantado sobre el puente de mando, como si no hubiera pasado nada, y toda la tripulación había aguantado del mismo modo. Sólo la hermosa indígena Momosan, no acostumbrada a los peligros del mar, se había refugiado en un bote salvavidas.

En pocos segundos se oscureció todo el cielo. El torbellino se lanzó, ululante, sobre el barco, al que hacía saltar sobre las olas como un corcho. Su furia parecía crecer de minuto en minuto por no poder romperlo.

El capitán daba sus órdenes con voz sosegada, y su primer oficial las repetía en voz alta. Incluso el profesor Quadrado y sus auxiliares seguían junto a sus instrumentos. Calculaban dónde debía estar el centro del tifón, pues hacia allí tenía que ir el barco. El capitán Gordon admiraba en silencio la sangre fría de los científicos que, al fin y al cabo, no conocían el mar como él y sus hombres.

El primer rayo cayó sobre el buque de acero, que quedó cargado eléctricamente. Hacia cualquier parte que se extendiera la mano saltaban chispas. Pero todos, a bordo del “Argo”, se habían entrenado durante meses para ello. A nadie le importaba ya.

Lo único malo era que las partes más delgadas del barco, cables de acero y barras de hierro, se ponían incandescentes como el filamento de una bombilla, y eso dificultaba un poco el trabajo de la tripulación, aunque todos llevaban guantes de amianto. Quiso la suerte que esa incandescencia se apagara pronto, porque comenzó a caer una lluvia tal, como nadie de a bordo —a excepción de don Melú— había visto jamás; una lluvia tan espesa que pronto desplazó todo el aire respirable. La tripulación tuvo que ponerse gafas y escafandras de submarinista.

Un relámpago sucedía a otro, un trueno a otro. La tempestad ululaba. Se levantaban olas enormes y blanca espuma.

El “Argo”, con los motores a toda máquina, avanzaba metro a metro contra la fuerza incontenible del tifón. Los maquinistas y fogoneros, en el vientre del barco, hacían esfuerzos sobrehumanos. Se habían atado con gruesas sogas para que los bruscos movimientos del barco no los lanzaran hacia las fauces abiertas de las calderas.

Por fin llegaron al centro del tifón. ¡Qué espectáculo se les ofreció allí!

Sobre la superficie del mar, liso como un espejo, porque la propia fuerza del huracán barría las olas, bailaba un ser gigantesco. Se sostenía sobre una pata, se ensanchaba por arriba y parecía realmente un trompo del tamaño de una montaña. Daba vueltas con tal rapidez, que no se podían distinguir los detalles.

—¡Un Sum-sum gomalasticum! —exclamó entusiasmado el profesor Quadrado, mientras se sujetaba las gafas, que la lluvia le hacía resbalar una y otra vez.

—¿Puede explicarnos esto un poco más? —refunfuñó don Melú—. Somos simples marinos y...

—No moleste ahora al profesor con sus observaciones —le interrumpió la auxiliar Sara—. Es una ocasión única. Esa especie de trompo animal procede, probablemente, de las primeras etapas de la evolución. Debe de tener más de mil millones de años. Hoy no queda más que una variedad microscópica que a veces se encuentra en la salsa de tomate y, excepcionalmente, en la tinta verde. Un ejemplar de ese tamaño es, seguramente, el único superviviente de su especie.

—Pero nosotros estamos aquí —gritó a través del ulular del viento el capitán— para eliminar las causas del “tifón andarín”. Así que el profesor ha de decirnos cómo se puede hacer parar esa cosa.

—No lo sé —dijo el profesor—. La ciencia no ha tenido todavía ninguna ocasión de investigarlo.

—Está bien —dijo el capitán—. Primero le dispararemos y ya veremos qué pasa.

—Es una pena —se quejó el profesor— disparar sobre el único ejemplar de Sum-sum gomalasticum.

Pero el cañón contraficción ya apuntaba al trompo gigantesco.

—¡Fuego! —ordenó el capitán.

De la boca del cañón salió una llamarada azul de un kilómetro de longitud. No se oyó nada, porque, como todo el mundo sabe, el cañón contraficción dispara proteínas.

El proyectil luminoso voló hacia el Sum-sum, pero cayó bajo el efecto del trompo, se desvió, dio varias vueltas al monstruo y fue arrastrado hacia lo alto, donde desapareció entre las negras nubes.

—¡Es inútil! —gritó el capitán Gordon—. Tenemos que acercarnos más.

—Es imposible acercarnos más —respondió don Melú—. Las máquinas trabajan a toda potencia y lo único que logramos es que la tempestad no nos empuje más lejos.

—¿Tiene alguna idea, profesor? —preguntó el capitán.

Pero el profesor se encogió de hombros, al igual que sus auxiliares, que tampoco sabían qué aconsejar. Parecía que la expedición había fracasado.

En ese momento, alguien tiró de la manga del profesor. Era la bella indígena.

—¡Malumba! —dijo con gesto elegante—. Malumba oisitu sono. Erbini samba insaltu lolobindra. Cramuna heu beni beni sadogau.

—¿Babalu? —preguntó sorprendido el profesor—. ¿Didi maha feinosi intu ge doinen malumba?

La bella indígena asintió repetidamente y contestó:

—Dodo um aufu sulamat vafada.

—Oi-oi —respondió el profesor, mientras se acariciaba pensativamente el mentón.

—¿Qué es lo que dice? —quiso saber el primer oficial.

—Dice —explicó el profesor— que en su pueblo hay una canción antiquísima, con la que se puede hacer dormir al “tifón andarín”, si es que alguien se atreve a cantarla.

—¡Qué ridículo! —refunfuñó don Melú—. Una nana para un tifón.

—¿Qué opina usted profesor? —preguntó la auxiliar Sara—. ¿Es posible una cosa así?

—No hay que tener prejuicios —dijo el profesor—. Muchas veces hay un fondo de verdad en las tradiciones de los indígenas. Quizá haya unas vibraciones sonoras determinadas que tienen alguna influencia sobre el Sum-sum gomalasticum. No sabemos nada acerca de sus condiciones de vida.

—No puede perjudicarnos —decidió el capitán—. Tenemos que probarlo. Dígale que cante.

El profesor se dirigió a la bella indígena y dijo:

—Malumba didi oisafal huna-huna, ¿vafadu?

Mamosan asintió y comenzó a entonar una cantinela muy peculiar que se componía de unas pocas notas que se repetían cada vez:

Eni meni allubeni wanna tai susura teni.

Se acompañaba con palmadas y saltaba al compás.

La sencilla melodía y la letra eran fáciles de recordar. Poco a poco, otros fueron haciéndole coro, de modo que, pronto, toda la tripulación cantaba, batía palmas y saltaba al compás. Era un espectáculo bastante sorprendente ver cantar y bailar como niños al viejo lobo de mar don Melú y al profesor Quadrado.

Y sucedió lo que nadie había creído. El trompo gigantesco empezó a dar vueltas más y más lentamente, se paró finalmente y comenzó a hundirse. Con el ruido de un trueno se cerraron las olas sobre él. La tempestad acabó de repente, el cielo se volvió transparente y azul y las olas del mar se calmaron. El “Argo” se mecía plácidamente sobre las tranquilas aguas como si jamás hubiera existido una tormenta.

—¡Hombres! —dijo el capitán Gordon mientras los miraba a la cara, uno a uno—. ¡Lo hemos conseguido! —nunca hablaba mucho, todos lo sabían; por eso pesaba tanto más el que ahora añadiera—: Estoy orgulloso de vosotros.

—Creo —dijo la chica que llevaba a su hermanito— que ha llovido de verdad. Yo, por lo menos, estoy calada.

Es verdad que mientras tanto había descargado la tormenta. Y sobre todo la niña con su hermanito se sorprendía de que había olvidado tener miedo al rayo y al trueno mientras había estado en el barco de acero.

Siguieron hablando durante un rato sobre la aventura y se explicaban detalles, los unos a los otros, que cada uno había visto y vivido para sí. Entonces se separaron para ir a casa y secarse.

Sólo había uno que no estaba del todo satisfecho con el curso del juego: el niño de las gafas. Al despedirse le dijo a Momo:

—En el fondo es una lástima que hayamos hundido el Sum-sum gomalasticum. ¡El último ejemplar de su especie! Me hubiera gustado poder estudiarlo un poco más de cerca.

Pero en un punto estaban todos de acuerdo: en ningún otro lado se podía jugar como con Momo.

(…)

(…)

Poco tiempo después —era una tarde especialmente calurosa— Momo encontró una muñeca en las escaleras laterales del anfiteatro. 

Ya había pasado varias veces que los niños olvidaban y dejaban tirado alguno de aquellos juguetes caros, con los que no se podía jugar de verdad. Pero Momo no recordaba haber visto esa muñeca a ninguno de los niños. Y seguro que se hubiera fijado, porque era una muñeca muy especial.

Era casi tan grande como la propia Momo y reproducida con tal verismo, que se la hubiera tomado por una persona pequeña. Pero no parecía un niño o un bebé, sino una damisela elegante o un maniquí de escaparate. Llevaba un vestido rojo de falda corta y zapatitos de tacón.

Momo la miraba fascinada. Cuando al cabo de un rato la tocó con la mano, la muñeca agitó un par de veces los párpados, movió la boca y dijo con voz rara, como si saliera de un teléfono:

—Hola. Soy “Bebenín”, la muñeca perfecta.

Momo se retiró asustada, pero entonces contestó, casi sin querer.

—Hola; yo soy Momo.

De nuevo, la muñeca movió los labios y dijo:

—Te pertenezco. Por eso te envidian todos.

—No creo que seas mía —dijo Momo—. Más bien creo que alguien te habrá olvidado.

Tomó la muñeca y la levantó. Entonces se movieron de nuevo sus labios y dijo:

—Quiero tener más cosas.

—¿Ah, sí? —contestó Momo, y reflexionó—. No sé si tendré algo que te vaya bien. Pero espera, que te enseñaré mis cosas y podrás decir qué te gusta.

Tomó la muñeca y pasó con ella por el agujero de la pared hasta su habitación. De debajo de la cama sacó una caja con toda suerte de tesoros y la puso delante de “Bebenín”.

—Toma —dijo—, es todo lo que tengo. Si hay algo que te gusta, no tienes más que decirlo.

Y le enseñó una bonita pluma de pájaro, una piedra de muchos colores, un botón dorado y un trocito de vidrio de color.

La muñeca no dijo nada y Momo la empujó.

—Hola —sonó la muñeca—. Soy “Bebenín”, la muñeca perfecta.

—Sí —dijo Momo—, ya lo sé. Pero querías escoger algo. Aquí tengo una bonita casa de caracol. ¿Te gusta?

—Te pertenezco —contestó la muñeca—. Por eso te envidian todos.

—Eso ya lo has dicho —dijo Momo—. Si no quieres ninguna de mis cosas, podríamos jugar, ¿vale?

—Quiero tener más cosas —repitió la muñeca.

—No tengo nada más —dijo Momo. Tomó la muñeca y volvió a salir al aire libre. Allí sentó a la perfecta “Bebenín” en el suelo y se colocó enfrente.

—Vamos a jugar a que vienes de visita —propuso Momo.

—Hola —dijo la muñeca—, soy “Bebenín”, la muñeca perfecta.

—Qué amable de venir a verme —contestó Momo—. ¿De dónde viene usted, señora mía?

—Te pertenezco —prosiguió “Bebenín”—. Por eso te envidian todos.

—Escucha —dijo Momo—, así no podemos jugar, si siempre dices lo mismo.

—Quiero tener más cosas —contestó la muñeca, mientras pestañeaba. 

Momo lo intentó con otro juego, y cuando éste también fracasó, con otro, y otro, y otro más. Pero no salía bien. Si la muñeca por lo menos no hubiera dicho nada, Momo habría podido contestar por ella, y habría resultado la conversación más bonita. Pero precisamente por hablar, “Bebenín” impedía cualquier diálogo.

Al cabo de un rato, Momo tuvo una sensación que no había sentido nunca antes. Y porque le era completamente nueva, tardó en darse cuenta de que era aburrimiento.

Momo no sabía qué hacer. Le habría gustado dejar tirada la muñeca perfecta y jugar a otra cosa, pero por alguna razón desconocida no podía separarse de ella.

Así que, al final, Momo estaba sentada y miraba fijamente la muñeca que, a su vez, miraba a Momo con sus ojos azules, vidriosos, como si se hubieran hipnotizado mutuamente.

Momo por fin apartó la vista de la muñeca y se asustó un poco. Porque muy cerca había un elegante coche gris ceniza, de cuya llegada no se había dado cuenta. Dentro del coche había sentado un hombre que llevaba un traje de color telaraña, un bombín gris en la cabeza y que fumaba un pequeño cigarro gris. También su cara era cenicienta.

El hombre debía haberla observado durante un buen rato, porque miró a Momo con una sonrisa. Y aunque esa tarde era tan calurosa que el aire ondulaba bajo el sol, Momo de repente sintió unos escalofríos.

En esto, el hombre abrió la portezuela del coche, se apeó y fue hacia Momo. En la mano llevaba una cartera de color gris plomo.

—Qué muñeca tan bonita tienes —dijo con una voz sorprendentemente monótona—. Todos tus amiguitos te la envidiarán.

Momo sólo se encogió de hombros y se calló.

—Seguro que ha sido muy cara, ¿no? —continuó el hombre gris.

—No lo sé —murmuró Momo con timidez—, la he encontrado.

—¡Qué cosas! —respondió el hombre gris—. Me parece que eres muy afortunada.

Momo volvió a callar y se arrebujó más en su chaquetón demasiado grande. El frío aumentaba.

—Pero no tengo la impresión —dijo el hombre gris con una minúscula sonrisa— de que estés demasiado contenta, pequeña.

Momo agitó un poco la cabeza. Le parecía que de pronto había desaparecido toda la alegría del mundo, como si jamás hubiera existido. Y todo lo que había tomado por alegría no hubieran sido más que imaginaciones. Pero al mismo tiempo sintió que algo la avisaba.

—Te he estado observando todo un rato —continuó el hombre gris—, y me parece que no sabes cómo hay que jugar con una muñeca tan fabulosa. ¿Quieres que te enseñe?

Momo miró sorprendida al hombre y asintió.

—Quiero tener más cosas —sonó de repente la muñeca.

—¿Lo ves, pequeña? —dijo el hombre gris—, ella misma lo está diciendo. Con una muñeca tan fabulosa no se puede jugar igual que con otra cualquiera, esto está claro. Tampoco está hecha para eso. Hay que ofrecerle algo, si uno no quiere aburrirse con ella. Fíjate, pequeña.

Fue hacia su coche y abrió el maletero.

—En primer lugar —dijo—, necesita muchos vestidos. Aquí tenemos, por ejemplo, un precioso vestido de noche.

Lo sacó del coche y lo tiró hacia Momo.

—Y aquí hay un abrigo de pieles de visón auténtico. Y aquí una bata de seda. Y un traje de tenis. Y un equipo de esquí. Y un traje de baño. Y un traje de montar. Un pijama. Un camisón. Un vestido. Y otro. Y otro. Y otro...

Iba tirando todas estas cosas entre Momo y la muñeca, donde poco a poco se formaba una montaña.

—Bueno —dijo, y volvió a sonreír mínimamente—, con esto ya podrás jugar un buen rato, ¿no es verdad, pequeña? Pero al cabo de unos días también esto se vuelve aburrido, ¿no crees? Pues bien, entonces tendrás que tener más cosas para tu  muñeca.

De nuevo se inclinó sobre el maletero y tiró cosas hacia Momo.

—Aquí hay, por ejemplo, un bolso pequeñito de piel de serpiente, con un lápiz de labios pequeñito y una polvera de verdad, dentro. Aquí hay una pequeña cámara fotográfica. Aquí una raqueta de tenis. Aquí un televisor de muñecas, que funciona de verdad. Aquí una pulsera, un collar, pendientes, un revólver de muñecas, medias de seda, un sombrero de plumas, un sombrero de paja, un sombrerito de primavera, palos de golf, frasquitos de perfume, sales de baño, desodorantes...

Hizo una pausa y miró expectante a Momo, que estaba sentada en el suelo, entre todas esas cosas, como paralizada.

—Como ves —prosiguió el hombre gris—, es muy sencillo. Sólo hace falta tener más y más cada vez, entonces no te aburres nunca. Pero a lo mejor piensas que algún día la perfecta “Bebenín” podría tenerlo todo, y que entonces volvería a ser aburrido. Pues no te preocupes, pequeña. Porque tenemos el compañero adecuado para “Bebenín”.

Con esto sacó del maletero otra muñeca. Era igual de grande que “Bebenín”, igual de perfecta, sólo que se trataba de un joven caballero. El hombre gris lo sentó al lado de “Bebenín”, la perfecta, y explicó:

—Éste es “Bebenén”. Para él también hay interminables accesorios. Y si todo eso se ha vuelto aburrido, hay todavía una amiga de “Bebenín”, que también tiene un equipo completo que sólo le va bien a ella. Y para “Bebenén” hay también el amigo adecuado, y éste a su vez tiene amigos y amigas. Como ves, no hace falta aburrirse, porque se puede seguir así interminablemente, y siempre sigue habiendo algo que todavía puedes desear.

Mientras hablaba, iba sacando una muñeca tras otra del maletero del coche, cuyo contenido parecía ser inagotable, y las colocaba alrededor de Momo, que seguía inmóvil y miraba al hombre más bien asustada.

—Y bien —dijo el hombre por fin, mientras expulsaba densas nubes de humo—, ¿comprendes ahora cómo se ha de jugar con una amiga así?

—Sí —contestó Momo. Empezaba a tiritar de frío.

El hombre gris asintió satisfecho y aspiró su cigarro.

—Ahora te gustaría quedarte con todas estas cosas, ¿no es verdad? Pues bien, pequeña, te las regalo. Recibirás todo esto  —no en seguida, sino una cosa tras otra— y muchas, muchas más. Sólo has de jugar con ellas tal como te he explicado. ¿Qué te parece?

El hombre gris sonrió esperanzado a Momo, pero como ella no dijo nada, sino que sólo respondió con una mirada seria, añadió:

—Entonces ya no necesitarás a tus amigos, ¿entiendes? Ahora ya tendrás bastantes diversiones, pues tendrás todas esas cosas bonitas y recibirás cada vez más, ¿no es verdad? Y eso es lo que quieres, ¿verdad? Tú quieres tener esta fabulosa muñeca, ¿no? La quieres, ¿verdad?

Momo presentía oscuramente que habría de mantener un duro combate; y que ya estaba metida en él. Pero no sabía por qué iba a ser la lucha ni contra quién. Pues cuanto más escuchaba a ese visitante, más le ocurría lo que antes le había pasado con la muñeca: oía una voz que hablaba, oía palabras, pero no oía al que realmente hablaba. Movió la cabeza.

—Qué, ¿qué pasa? —dijo el hombre gris, enarcando las cejas—. ¿Todavía no estás contenta? Vosotros, los niños de hoy, sí que sois exigentes. ¿Quieres decirme qué le falta a esa muñeca perfecta?

Momo miró al suelo y reflexionó.

—Creo —dijo en voz baja— que no se la puede querer.

Durante un buen rato, el hombre gris no dijo nada. Miraba ante sí con la mirada vidriosa de las muñecas. Finalmente hizo un esfuerzo.

—No es eso lo que importa —dijo con voz gélida. Momo le miró a los ojos. El hombre le daba miedo, sobre todo por el frío que salía de su mirada. Por curioso que parezca, también le daba pena, aunque no hubiera podido decir por qué.

—Pero a mis amigos —dijo—, los quiero. (…)

Text en PDF


Michael Ende

Lectura orientada

2 comentaris:

  1. Jo recordo quan ens vas començar a llegir fragments a classe, a cinquè de bàsica, i de tant que ens agradava ens vas acabar llegint el llibre sencer. Crec que era els divendres… Cada divendres durant la classe de llengua… Ens vas inocular el virus de la lectura. Encara guardo el meu exemplar de Momo. Moltes gràcies, Jaume.

    ResponElimina
  2. Bona memòria! Va ser tota una experiència tant per a vosaltres com per a mí. Sens dubte va ser de les coses més interessants que vaig fer. Soc un "cuentista" sense remei! Una abraçada.

    ResponElimina